Recordamos:
Cuando los osos polares abandonaron
las regiones del norte
mendigos y vagabundos
se volvieron compañeros blancos,
hocicos que unánimes
revolvían la basura de las áreas urbanas
solo un poco más al sur.
Recordamos:
Aquel hombre-de-dos-siglos decía
que también los arces maldecirán
junto al árbol del zakkum,
y la loma de hierba, su pulsión generosa,
la alameda que despliega sus diez alas de
arcángel,
toda su amplitud
en la entrada nativa del bosque.
Recordamos:
Cuando los
poemas que escribían hombres y mujeres
aún podían
incluir el nombre de las estaciones
y ese nombre se tallaba en anillos y en árboles y en corales,
sin ninguna
prepotencia ni ninguna vanidad,
cuando
hormigas y caimanes no se despertaban
de sus largas
pesadillas tan cerca de los polos
y tormentas y
sequías espaciaban algo sus encuentros
según fuera
dictando la constante de Arrhenius
también nosotras
–entonces– recordábamos.
Pero ahora
la Estación
Espacial da vueltas al planeta y llora,
dan vueltas en
su estómago dieciséis hombres muertos.
Ay de las épocas en que sus
poetas
solo pueden escribir apocalipsis.
Ay de los hombres que tienen que tallar
–en la corteza de los últimos
árboles–
nombres de una lengua a punto de
olvidarse.
En los extractos de un Libro de Sueños
también
nosotras habíamos entrevisto
las
espléndidas ciudades cantadas por rimbaud
bajo
las barbas del whitman
ortas,
cañamares, riechmanns, orihuelas
ojo a las transparencias
de los cuerpos de bacon
las manos amistosas en los
versos de viejísimas poetas
habíamos
inyectado en la retina piezas de dalton y de arendt
el asombro vivo de
nuestros zuritas las
ettys hillesums
con el rictus y la
exquirla de una firme sintaxis:
luksemburg y lenin,
erasmo y hinkelammert: ha-
bíamos aprendido
y habíamos aprendido
inflamadas en las leyes del combate espiritual,
totalmente cribadas en los ejercicios
masnavi de ignacio,
la ley de la serenidad con las manos del buda
silbado en las colinas cantadas por ludwig
los antiguos saludos que ofrecíamos al día,
los que pintaron joplin, corlot y dalmeida
al final de la superstición con los dedos del goya.
Comíamos arp. Devorábamos bretón.
La voz iluminada de mahalia jackson
procedente de otros mundos.
Los poemas tubulares de shendan y de
bando.
Curtidas en los bailes dialécticos de
las Apologías
tasábamos por lo alto el valor de los
hombres:
advertíamos la inclinación de las
balanzas y el umbral de la catástrofe:
sellábamos relatos de amor en los nuevos evangelios.
Vencidos por sus propios sueños para otros,
inversamente,
pero en otro tiempo
nuestros
padres se habían figurado seres libres
saturaciones
del Inoculador y las Élites Durmientes
arcontes
módim-uno, los llamábamos
nada seguros de si levantaban las manos hacia un cielo vacío
en el tiempo
de los últimos hechos,
nanochips de
simulaciones falsas
–sueños
inducidos,
extenuantes
sueños palindrómicos.
Una canción disonante
que colmaba la separación de los hombres tras una voz sombría
un canto que
avistaba la muerte
prenda de un
incendio volcada en cada canto
(como una
flauta recta, pedía el Gitanjali)
casi siempre a
nuestro lado
y dispuesta en
nuestra boca a prestar nuevos servicios.
Era la
violencia de un dulce sueño permanente
en lugar de
las violencias de los campos de exterminio
lo que presuponía decir:
una cabeza de Blake
una foto (de Peter Beard): la
carcasa de una cebra
carpetas moteadas
una sobrecama marroquí
una silla torcida
marcas de pintura en disposición
leopardo
brochas y pinceles
la matanza de Poussin
Los mundos en los que
desaparecíamos
ya han desaparecido:
los cuerpos que duermen
de los hombres abiertos hacia atrás [Mann]
son peinados
son
peinados por las banshées enroscadas sobre sillas de piedra
acicalan
los cabellos de los cuerpos que vigilan
y después abandonan sus cepillos en los
caminos del bosque.
Esta tierra ya estaba preparada
y lista al fin para perdernos.
Por entonces todas las cosas
contenían el peso de alguna advertencia:
la medida de su asombro o de alguna salvación.
Y abrazadas a una almohada
dando vueltas
al despecho,
recreándonos
en el placer de ese círculo errante
que cerrado
entre sí mismo
convocaba lo peor,
os ofrecíamos –forzadas– un impuesto de vientres
(pero en cada cesto, debajo del grano,
había un cuchillo escondido).
Lo que era decir:
que el sueño
estimula la economía política,
que un dedo de
hombre borra
el comienzo de
una civilización, que nada
ha quedado
intacto sin raíz o locura
y que todo se
inclina a la mudez y a la historia.
Pero para
cualquiera que sea su nombre o su tierra
en el comienzo
de un mundo
hay siempre
una mujer.
Con una serpiente, un ciclo completo de vida
en lo que isis dijo a apuleyo
acerca de los
profundos silencios del mundo interior,
la madre del
muerto y del resucitado
la gran madre
que empuñaba su lanza consorte
en los templos
de creta,
la señora del laberinto,
la de la jarra de miel.
Ave – Salve –
Vale
(La inclinación que muestran los mitos
hacia el sexo y la muerte).
Para que el reluciente sueño renazca y prosiga,
albergamos muertos prestados en cada alimento
–un sueño, un relámpago, una nube:
así debemos ver el mundo. [Vajraccedika]
El origen de todo grupo humano un acto
común de agresión,
un
vínculo generado
a partir del descuartizamiento.
Hartas de entregarnos a ideas derrotadas,
llamábamos amor
a la interrupción de esta serie,
una suerte de discordia levantada contra el
tiempo.
Tumba y cocina.
Para ese don vulnerable cocíamos y enterrábamos:
la sutura que, sin viento, concita a los que aman
–baile con que la compasión
buscaba despertarse a sí misma.
Pero también recordamos:
Si el árbol del mundo es un
patíbulo.
Si el árbol de la cruz es un
patíbulo.
Si el árbol de la ixtab es un patíbulo.
.....................................................................
[d V.1]
En el derramamiento de sangre
–la constitución del Estado
En el sacrificio de gente
–el consumo de masas
En el desplazamiento de hombres
–una intacta paz social.
En los valles nativos del alma
los ricos se nutrían
del cuerpo comestible de la hainuwele
y con maxilares feroces ofrecían
–topándose contra el vacío–
un apetitoso banquete funerario.
Todo cuerpo es una
colección: [Greif]
la comida reconfortante en la pira de lágrimas,
la lanza de madera endurecida en el fuego,
las excoriaciones del táser, trigo y
vid en el grano
que rezuma de la médula del Buey.
Los mundos en los que
desaparecíamos
ya han desaparecido:
los cuerpos
son recolectados, las
reveladoras de nombres
musitan y musitan mientras
peinan sus cabellos
escarban en la ropa de los
hombres que duermen
clavetean sus avisos en las puertas de sal.
Enrique Falcón. Silithus. Ed. La Oveja Roja, 2020
El libro tiene licencias 'Creative Commons' y, se puede leer completo en (https://silithus-falcon. blogspot.com/2020/03/silithus- version-de-regalo.html).
Se puede reproducir sin mi permiso.
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