Las afueras,
ese cáncer brutal de las ciudades
donde el bullicio olvida a los sin nombre
más allá del olvido.
“Tienes que
ir”
–me dijo con los ojos
asomados tan adentro de mí–.
“Tienes que ir a darles esperanza,
aunque sea mentira”.
Fui como un niño atento,
con la boca asombrada,
con las manos temblando,
con un miedo caucásico
de no estar a la altura
de todo aquel desastre.
Trepaba el taxi viejo por los cerros,
patinaba en las curvas inconcretas,
derrapaba en la arena
y salvaba los ranchitos de milagro.
Yo no era de aquel sitio
ni de aquella miseria,
yo no era de sus rasgos
ni de su hablar pausado,
yo no era de esa mugre de chinches
y zancudos y agua sucia.
Se sucedían las casas de plásticos y
adobe,
los niños sin zapatos mirando con
asombro,
algún hombre sentado con la mirada
huraña,
cerro tras cerro, arena.
El taxi dijo basta.
Trepar era ya el único artilugio
con el que abrirse paso por los cerros.
Arriba, justo en la línea gris del
horizonte,
puntitos de colores
rodaban por la cuesta hasta nosotros.
Eran niños hermosos
empañados de arena, sin zapatos,
con sonrisas de ángeles sin alas…
¡Esa suciedad limpia de los pobres!
Sin mediar los prejuicios de occidente,
me abrazaron fortísimo,
me llenaron de besos y miradas de
asombro,
hicieron piña en mí, como si fuera
alguien,
y ya no fue posible dar el paso
siguiente.
¡Éramos uno juntos!
Sin más, me dieron todo,
todo lo que tenían:
su sonrisa y sus brazos.
Yo les prometí un mundo occidental
y un futuro.
Les mentí y lo sabía.
Les mentí y lo sabían.
Volver de lo que tienes a lo que no tendrás jamás
y quedarte a vivir en esa pausa
como un objeto absurdo
que no hizo nada,
nada.
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