Here Come the people in Gray
The Kinks
The Kinks atronaban Unreal Reality
cuando me presentaron al señor Buda recién llegado de Holanda
impreso en un cartoncito troquelado
que parecía un sello de los playmobil.
Puede llevaros al centro del mundo, dijo D,
a su mismísimo ombligo.
Esa casa es tan grande
que llega a las nubes,
tiene cientos de ventanas
para que la gente pueda mirar
y se pregunten de qué va todo esto.
No había terminado de decir aquellas palabras
cuando ya habíamos llenado un coche de buscadores de oro
y las luces estroboscópicas dieron paso a una danza silenciosa de serpientes
que me subían por las piernas y se enroscaban en mi cuello
hasta que una constrictor abrió la boca y me tragó entero
para después escupirme de nuevo en los lavabos de la discoteca.
M conducía, para nuestra tranquilidad
su voz acuosa nos dijo que no había tomado nada,
pero su conducción errática,
las direcciones prohibidas que iba comiéndose una tras otra
y un adelantamiento a un tractor que duró horas
me decía que no podíamos fiarnos de ella.
Llevábamos dos bolsas de hierba, pirulas de todos los colores,
tripis, hongos, varias papelas,
botellas variadas de güisqui, ron y vodka,
parecíamos representantes de la casa Sandoz & Down Chemical.
Habíamos hecho la recolecta el día anterior,
provisiones para un viaje que incluía subir al norte
y bajar por la costa mediterránea.
Cuando se hizo de día
el coche estaba clavado en la arena de la marisma
y un tractor, el tractor que habíamos intentado adelantar toda la noche,
estaba intentando sacarnos de allí.
Tomamos la autopista.
U se turnaba al volante con M.
U siempre estaba en forma, seguro, certero.
Después de parar a comer F empezó con las rayitas,
decía que estaba muy tenso.
D le encendió una pipa,
yo puse la cinta de los kinks
los héroes de celuloide
jamás sienten dolor,
los héroes de celuloide
jamás mueren de verdad.
U tenía muchos contactos
así que un par de veces al año íbamos de gira poética
-comida gratis, sabiduría total, cobertura ilimitada, decía D
de los viajes organizados por U.
Poco antes del atardecer llegamos a Ávila,
las serpientes habían dejado paso a las sanguijuelas
y cuando estas terminaron conmigo
estaba ante un gélido edificio de una orden monástica
en donde, por lo visto, tendría lugar el encuentro.
-Ahora control absoluto, dijo F.
Pero íbamos tan pasados que la organizadora nos caló al minuto
y nos quiso echar de allí.
-No quiero borrachos entre mis feroces, dijo la domadora de poetas.
No merecía la pena echar más leña al fuego de aquellas vibraciones extrañas,
así que salimos con alivio de aquel sitio decorado para su propia psicodelia,
lleno de aristas, de cuadros de santos
y niños quemándose en las hogueras del infierno
porque habían pecado mucho.
-¿Ganaron los nazis? ¿Esto qué es, el cuarto Reich?, soltó U.
Ocho horas después, a menos de mil bajo cero
aún estábamos buscando el último garito abierto de la ciudad.
Entramos en una fiesta ya agónica
que a lo mejor tiempo atrás había sido privada
preguntando por farlopa, pastis, lo que fuera.
Después de unos tensos minutos
nos informaron de que aquello era
la fiesta de graduación de la última promoción de la Guardia Civil.
Decidimos volver a la tumba, junto a Santa Teresa.
En el casette, los Jefferson Airplane cantaron White Rabbit
y nuestra mente empezó a moverse con lentitud.
-Estamos escribiendo sobre lo que sentimos,
¿por qué nos opondrán tanta resistencia?, dijo D.
-Hablamos de la explotación, de las drogas y de la guerra
porque ese es el mundo real donde vive la gente, dijo U.
-Debemos estar unidos, es nuestra única oportunidad, atiné a decir
antes de que todo se fundiera en negro.
Despertamos en una gasolinera
y prometimos solemnemente, delante de la manguera del surtidor,
que siempre estaríamos juntos.
A mediados de los años noventa
éramos lo único que estaba pasando en poesía en este país de mariconas.
Desde Huelva, desde Asturias, desde Madrid, desde Valencia
habían empezado a saltar chispas de una nueva superconciencia
y todo lo que hacíamos sentíamos que estaba bien,
estábamos ganando, era una sensación real, tangible,
estábamos allí y estábamos ganando.
Años después sigo sintiendo que es así,
que nuestra energía prevalecerá,
que nuestros rastros no se perderán,
que otros avanzarán sobre ellos,
que tal vez un día no muy lejano,
cuando la realidad ya no sea un paquete en la estantería del supermercado,
nos volveremos a juntar para reír,
como aquella fría mañana,
saltando en pelotas delante de las olas,
solitarios y juntos,
hombres y mujeres entrando en el mar
para limpiarse el gris del mundo
mientras King Crimson vuelve a cantar desde el coche
nuestro
Epitafio.
Antonio Orihuela. Esperar Sentado. Ed. Ruleta Rusa, 2017
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