En segundo lugar, la domestización implica una concepción del ámbito político que no desatiende las necesidades materiales, que no se queda en la abstracción, que presta atención a las necesidades concretas, algo que puede contribuir a reforzar fuertemente las luchas como bien sabe el movimiento obrero desde las Sociedades de Ayuda Mutua decimonónicas. Porque la desobediencia al capitalismo no puede limitarse a actos públicos y/o espectaculares —manifestaciones, concentraciones, actos de calle, revoluciones e insurrecciones…—, sino que implica una forma de vida, una bíos que atienda a la zoé y lo haga del modo más alejado posible del capitalismo y de modo permanente, una cobertura que posibilite un trabajo político intergeneracional por sostenible, que permita estar conectada siempre sin que ello suponga un abandono de la dimensión personal. No más obligación de ser héroes ni heroínas desmaterializados e infinitos, no más prometeísmo. Recogiendo la herencia de las sociedades de apoyo mutuo, las cajas de resistencia y todas las redes generadas desde la solidaridad obrera, pero también la tradición rural y barrial de no permitir que una vecina o vecino quede en la indigencia o lo pase mal por falta de recursos, no debería haber un solo colectivo despreocupado de la existencia cotidiana de sus participantes, de sus condiciones materiales y psíquicas de existencia. Con una cultura política domestizada, con una domesticidad politizada, no habría colectivos sin caja de resistencia, grupo de consumo o huerta colectiva asociada, ni proyectos políticos sin inversión en soberanía energética mediante cooperativas locales de producción de energía, banca ética —que, con todas sus limitaciones, siempre será mejor que el Banco Santander— o cooperativas de crédito, ni sindicatos sin proyectos de fomento de la economía alternativa como las viviendas en cesión de uso, las residencias de mayores cooperativas o los seguros éticos. Nunca debieran desentenderse los proyectos políticos de las condiciones de vida y si lo hicieran, como se hace a menudo aún hoy, será al precio de contar en sus filas únicamente con gente joven, sana y con mucho tiempo, además de perteneciente a profesiones muy concretas y/o con condiciones laborales decentes —esa quimera en el capitalismo del desastre actual—que, al estilo del funcionariado, permita integrar la militancia en sus vidas. Todo esto ocurre hoy y recorta ostensiblemente, como podrá imaginarse, la riqueza humana de los colectivos y de sus aportaciones, estrecha la variedad de perfiles. Atender a la materialidad de la vida y contar entre las prioridades con asegurar las condiciones materiales de existencia de los colectivos —abandonando el comportamiento abstracto habitual en las políticas centradas en «la cabeza», en la vanguardia y la abstracción— haría que los propios colectivos tuvieran más capacidad de atracción y convicción que los actuales que, instalados a menudo en la lógica del sacrificio, dejan a las personas que los integran, en más ocasiones de las que debieran, al albur de tus circunstancias.
El desprecio de las retaguardias, de las condiciones materiales, del sostenimiento material de la vida… todo ello puede dar al traste con los trabajos de los grupos: la vida queda fuera, queda aparte, y la lucha colectiva, el propio colectivo, acaba muriendo. Si no nos preocupamos de lo que necesitan compañeras y compañeros —igual que si no nos preocupamos de los detalles concretos para realizar una acción—, si no nos preocupamos de la salud del grupo, si predominan las discusiones abstractas, el colectivo acaba muriendo de inanición, porque es también un ser vivo que nace, se desarrolla, a veces se reproduce y en un momento dado, y esto hay que asumirlo, muere. Ocuparse de les otres, en toda su complejidad, es una suerte de inteligencia estratégica y sólo una política heredera de toda una tradición que desprecia lo doméstico, la zoé, la retaguardia, la reproducción, los cuidados, es capaz de caer en ese tremendo error una y otra vez. Silvia Rivera Cusicanqui subraya que las relaciones, los afectos políticos, son de una importancia medular en las luchas. Para ella, atender a los afectos implica, por ejemplo, sembrar lealtades duraderas «porque la lucha no es sólo la victoria, es también la larga experiencia de la derrota. La euforia de la victoria es fantástica, pero cuando viene el bajón tienes que ser leal, aguantar y es más largo y es más tedioso, pero a veces toca»[1].
Es esencial para un comunismo sentido y sensible que el nosotros/as/es que habitemos sea feminista en este sentido, y lo sea, además, de un feminismo «terrícola» que incluya en «lo colectivo» a seres humanos, plantas, animales, seres inanimados, signos… incluida la tecnología, al estilo de la utopía ciberfeminista de Haraway. Hay, a este respecto, quienes, como Isabelle Stengers y Bruno Latour, plantean la necesidad de revisar también nuestro concepto de cosmopolitismo, que suele expresar la ausencia de vínculos locales y el impulso de lazos con la humanidad en general, sustituyéndolo por una «cosmopolítica» que implique respeto y atención sensible a todo lo que configura nuestro mundo, nuestro cosmos. De nuevo con Rivera Cusicanqui, se trata de sentirnos parte del metabolismo del cosmos en una comunidad que no es sólo de humanos, tratando de liberar energías cognitivas y creativas a través de prácticas en común, pensando desde lo ch’ixi[2], lo contradictorio, lo contencioso, «que es y que no es a la vez, un gris heterogéneo, una mezcla abigarrada entre el blanco y el negro, contrarios entre sí y a la vez complementarios» y «capaz de nutrirse de las aporías de la historia en lugar de fagocitarlas o negarlas»[3]. Porque lo colectivo es ch’ixi, contencioso, en la medida en que está vivo y «si vivimos la contradicción entre pensar y hacer como tal, creo que vamos a pensar y hacer con más fuerza»[4].
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