Caerá con el tiempo nuestro nombre en el olvido,
nadie se acordará de nuestras obras;
pasará nuestra vida como rastro de nube,
Sab 2, 4-6
Decidme qué dulzura
tendrá que adormecer tanta tragedia
qué bondad de los nimbos
empapará el candor de los inmensos
comedores de aire
qué portará el decir
dónde el crujido
del látigo que azota lo absoluto.
***
Si
fueren destruidos los fundamentos,
¿Qué ha de hacer el justo?
Sal 11, 3
Es aquí donde miro o un poco
más allá solo esta distancia —no otra—
me engulle pero en el centro
en el abierto toldo
que ensombrece, allí
en la captura de algo
—lentitud de los posos—
me abro-miro más
¿cómo mostrar las lejanas esferas
que conozco?
He mirado más
allá de los últimos árboles
sé qué reflejos qué simas
¿qué otro ojo
hace de mí palabra insospechada?
¿cómo hallo lo mudo
y entono cetros de inmortalidad?
***
como
una flecha arrojada hacia el blanco:
el aire desplazado vuelve enseguida a su lugar,
y se ignora el camino que ella siguió.
Sab 5, 12
(última esfera)
Los sin vida son nuestros
desgarrados ¿dónde
habitan? Son
vientos —nos dijeron— otros
trozos se elevan
más allá. Luces
caídas. Bocas
de luz. No
obstante queman
sus desnudos. Chillan
son
bosques en llamas
picaduras de hielo.
Y nosotros, nosotros
los soñados
los destripados vientos
los Uno desde el Uno
sombríos amadores:
cuánto ardor en carrera
piedras mansas
los con vida
el armazón con muerte
las fauces
de la Casa
cómo ver a través
del escozor —del ojo
mutilado―.
La Casa cumple.
Duermen. Los arroyos
de noche
son laderas rasgadas.
Este amor por lo in-tacto.
Ese ruido —el agua sin tragedia—.
El abrazo tenaz de la locura.
Lola Andrés. De uno. Ed. Contrabando, 2022
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