Emporion, III
Este, zapatos sueltos; aquel,
piernas de muñeca, un racimo
de ballet demediado.
“Metafóricos burdos”, me dirás,
pero es que vienen de un reino lejanísimo
tras de penoso viaje, son la embajada
del país de las amputaciones
y tal es su comercio, qué esperabas.
Emporion, V
No es el diván, son las excavaciones,
maestro Sigmund, lo que mejor ilustra
nuestra psicopatología cotidiana:
es muy reveladora
esa tendencia a despistarse
y a perder cosas: amuletos,
llaves, monedas, ciudades
—ciudades
de las que a veces solo queda
un rastro hermoso, pero ajeno,
en la leyenda o en la toponimia—;
y es tan conmovedora esa querencia
por ir dejando rastro
que nos ate a la tierra, maestro,
o nos haga volver
del frío hondo de la muerte,
y es tanto, tanto el miedo.
Maestro Sigmund: de todas
las que nos da la arqueología,
esa lección sin duda es la mejor.
*
Ellos, arañazos en la espuma, tránsitos
de agua en el cemento, se van
como su género, sin dejar huella.
No un silencio solemne,
no la memoria anónima y gregaria,
no el tiempo: el camión
de la basura se los lleva.
*
Es extraña.
A su modo mecánico, es hostil;
es flexible:
su cabeza de anémona —un escólex
de alienígena implacable— bucea
en las tinieblas y el calor,
penetra más y más, y parasita
el cuerpo que la acoge sin saberlo.
Luego se extiende, crece, se alarga. Luego
va de una casa a otra a través de la infección,
su longitud de verme pura consagración
de la vergüenza y del secreto.
Pero los síntomas delatan su existencia:
náusea, insomnio, delgadez,
inquietud permanente: la taenia solium
—tenia o solitaria— es un huésped
absorbente e incómodo.
En otras regiones
va por la superficie,
ocupa territorios amplios; allí
le llaman favela.
Sin papeles
Yo he visto de repente un alfiler de luz
atravesarles el pecho,
clavarles al vacío como a mariposas.
Yo he visto entonces hacerse más sutil, más delicado
el matiz azulado de la piel,
clarear hasta llegar a ser traslúcido
y en segundos desaparecer.
Los transeúntes, cómplices, vamos atravesando
el apenas jirón de aire que ocupaban,
hasta el cuerpo negado
(extraterritoriales, 20 millas),
envés del aire, costura de la luz
que absorbe el cuerpo
(la extranjería, el limbo),
el cuerpo ajeno
(repúblicas hundidas, las atlántidas),
y hasta el cuerpo negado
que está a la vista, pero no es posible.
Encantes viejos
Soplaré
y soplaré
y la
casita derribaré
Jinetes de la espuma,
vuestro linaje bien lo conocimos:
ayer, muros del antiaéreo, batidas de El Grabao,
vientos encarnizados sobre el Somorrostro;
hoy, naves varadas en el Poble Nou.
Hoy, almacenes desencantados;
ayer, la tregua de la noche
para que un duende*, a su conjuro, levantara
cuatro paredes de latón y tocho.
Hijos de las espumas, náufragos
de la Historia, vuestro linaje
ya no lo recordamos y es el nuestro.
*En la maleta o
en un hato;
doblada en un pañuelo su leyenda
con un poco de hinojo,
en lo más hondo del bolsillo.
De tal manera, clandestinamente,
lo traían de sus pueblos y comarcas.
Cuenta mil años y aún alienta.
Oriental, perfumado,
no le teme al lamparón
de yeso;
perverso y elegante, es también industrioso.
Y antes del alba la barraca lista,
el munícipe mirando hacia otro lado
y él, con pañuelo de seda,
limpiándose las manos. Es
el duende aparejador.
Extraño tiempo:
la magia y la justicia
buscaban el amparo de la noche.
Cósmico albañal
Pueblos del inframundo, como otros lo han sido
del mar o las estepas o montañas,
vuestros tránsitos son vertiginosos
y así de efímeros vuestros asentamientos
—caravanas, cajeros, barracas o puentes:
portales de belén para estrellados—.
Una nación sucede a otra, un pueblo sustituye al
anterior:
estratos de papel su rastro.
Y alfombras voladoras los emporios
de vuestro magro tráfico.
Reyes sin tumba, tumbas sin gloria, nómadas
constelaciones de entrañas tibias,
os desaguan
con saña personal los agujeros negros.
Alfombras
voladoras
Alfombras voladoras los emporios
de vuestro magro tráfico, manteros,
un comercio fugaz y de reojo
al pie del zigurat o en la avenida
del mar, bajo la trama verde
de cedros, plátanos
o fronda de naranjos. Manteros
atentos a señales de peligro,
así en abrevadero de la selva,
raudos
como golondrinas.
Aquí estuvisteis ya, los clandestinos,
bajo la bota del pretor, pero al amparo
de los barrios y de sus libertos
—tú, levanta capas de memoria, busca
y, allá en los arrabales del olvido,
vagos y maleantes de otros días
tropezarán contigo al escapar.
“Solo poseo el nombre y la
sombra de las cosas”.
R. L. Stevenson, El
señor de Ballantrae
Amanece otra vez y es demasiado.
Penosamente, el hormiguero
retoma la rutina y, con malhumor,
los millones de antenas, de patitas
refrendan su condena y la realidad.
Si a lo largo de siglos
hemos poblado fuentes, árboles,
el piélago del mar y hemos sentenciado
los otros viven ahí con certeza absoluta,
¿dudarás de que la noche, sombra
en la sombra, cobija a sus especies?
Amanece. Huellas de habitación
—un colchón, mantas sucias, cartones—
delatan su existencia.
Pero no la leyenda de dioses principales
ni de los subalternos, de hadas
o de duendes:
algo más serio se dirime en estas.
Tal es la historia de los excedentes.
Son los últimos
en la mente del Dinero.
Vuelven al día y ni la luz,
que es la vena del oro,
les quiere o les calienta. Van
a la sombra del nombre, a la sombra
de la sombra de las cosas.
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