Pregunté a la fuente cuántos lustros llevas aquí,
si había contado las bocas saciadas
desde aquel día de su instalación.
¿Con qué edad las manitas de los niños
ya pueden con tu palanca?
Dice tengo un río, quisiera
que me pinten de azul,
a qué este negro luctuoso.
—A medida que el prócer las retira o las seca,
mermada de ejemplares, el genético
diapasón boqueando, la especie
se mustia, languidece, muchas
desarrollan manías—.
Le dije a la fuente: de azul, lógico,
y pensé parezco Saint-Exupéry.
Pensé eres ridículo,
la fuente no es tonta como el Principito,
la fuente no puede hablar
y tú no te prodigas demasiado.
Pensé en las engreídas fuentes de mármol,
recónditas allá en lo hondo de sus jardines,
locas de tanto murmurar a solas
y siempre como a punto de decir
una palabra.
Pensé una palabra para quién.
Pensé ya no dais de beber a los vivos
ni dejáis que a través vuestro hablen los muertos.
Toqué el negro pilar de barroco pompier
con avidez amorosa.
Le pregunté a la fuente cuánta sed había saciado.
Vosaltres no sabeu què és guardar fusta al moll
A Salvador Seguí. Inteligencia, coraje, dignidad.
Reunidos los brujos y los sabios,
los que atesoran y los régulos,
conscientes de su grave decisión,
hacían sudar tinta al escribano:
con amplia floritura su sentencia abría
un foso entre la Historia y la barbarie.
En lo mejor del ágora y bajo bendiciones,
arañaba la pluma sobre el pergamino:
bueno el que hizo las fronteras,
alzó una empalizada de huesos
y dejó fuera al extranjero, al gentil
purgó, al mísero dijo espera
y toma al que era fuerte y codicioso.
El que templa el acero de la gloria,
bueno, bueno el que acuña el valor de ley.
Hay que llegar hasta el que gana y hasta él,
el despojado, el bruto, el servil y el caído,
todos buenos.
A partir de aquí, malo el furibundo,
perlado de salitre, de humedad nocturna,
que gira el arma y dice
en vuestro nombre no mataré,
sino en el mío.
Y hasta aquí.
Barkenona, 2. La novena nave
Quimérico, confuso, furibundo,
venía de perder y alzar montañas
con nombre de mujer.
Urna de su leyenda, eco de un pie
que nunca tocó el suelo,
vino el héroe.
Trepaban, solitarios, árboles
—pinos o encinas— la ladera.
Los siguió hasta la cumbre, donde hacían
bosque los demás. Bajo la atmósfera
densa de resina, ya percibió notas
de carbón y gasoil
y vio la nave
que había arrebatado la tormenta.
El sur para columnas y Creta para cuernos.
Aquí, entre un furor y otro,
donde mañana cantera y mausoleo,
debió de sentir paz y aquí enterró
con dedo poderoso la semilla
de un nombre: Barkenona.
Yo visto barro y tintes vegetales:
a los niños
nos basta con la fábula.
Mateo Rello. El Atlante. Ed. Caravansari. 2020
Fotografía de Ricard Terré
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