La música me hacía llorar. María Jesús Ruiz.
Col. Narrativa. Versátiles Editorial Huelva. 2022. 63 pp.
Creo que sólo
tres grandes pasiones (otros las llaman pecados) dan grandes obras literarias:
el odio, la tristeza y el amor. Y sólo las dan si somos capaces de proyectarlas
fuera de nosotros, porque si las dirigimos hacia nuestro interior terminan
destruyéndonos por una metástasis que nos coloniza completamente: metástasis de
odio, metástasis de tristeza o metástasis de amor. Suponen nuestra muerte individual
y nuestra muerte social, de la que poco se habla porque supondría hablar de cómo
nosotros mismos huimos de los que odian, de los tristes y de los enamorados
porque son sentimientos que, de tan exuberantes, apabullan a quienes no los
viven en ese preciso momento. Cierto que también podemos estar muertos de aburrimiento,
de autocomplacencia o de resignación aunque, quizás por el extendido contagio de
estas lacras, reciben mayor comprensión social aun siendo de literatura escasa.
De las otras
pasiones, quizás sólo la envidia –tan necesitada de defecarse fuera- pueda dar
buena literatura. Pero como no hay envidia en estos relatos, nada nos aporta en
este acercamiento al libro. No da literatura la soberbia, por definición un
placer solitario, incomprensible para cualquiera fuera del propio ego. La
pereza sólo da para quedarse satisfecho con un buen título. Tampoco esperen
grandes obras de la lujuria, dispersa por naturaleza, como esas semillas que
explotan al madurar para cuajar donde las lleve el viento, haciendo que su
recolección no de nada mejor que un aforismo. La gula es una lujuria
introspectiva, es decir soplar y sorber a la vez: ya saben, un recetario.
Así que volvamos
a la literatura.
No es casualidad
que esas tres grandes pasiones (el odio, la tristeza y el amor) confluyan en
este libro, La música me hacía llorar.
Ni que esas tres coordenadas (de alguna manera, el ancho, el largo y el alto de
nuestras vidas) sean las dimensiones del microcosmos propio de María Jesús
Ruiz: abierto, agudo e ilustrado.
El mundo –si la
mirada es corta- podrá ser plano pero las emociones nunca lo son. Las
intentamos entender con una lógica cartesiana o una moral colonizada por la
simpleza que habla de buenos y malos, que deja fuera a seres despreciables pero
cautivadores, miserables fascinantes, malvados dotados de una entrañable
capacidad de emocionarnos en el filo del barranco por el que van a despeñarnos.
Gente con ese don. Si la autoayuda es un género de autodestrucción balsámica,
no menos hiriente es la siempre amateur, y no dudo que bienintencionada, retahíla
de lo estupendos que nos quedamos cuando la vida nos pasa por encima y nos deja
hechos cisco; de lo bien que estamos solos o solas, sin demonios; que
aprovechemos esa oportunidad de mierda. La empatía no es hacer con nosotros
contabilidad de reproches, ni dejarnos claro lo imbéciles que les parecíamos
estando con ese ser -o en esa situación paralizante, da lo mismo- que no nos
merecía, como vacas sin cencerro que decía Almodóvar, sino admitir que siempre
habrá algo que no entendemos, ni por riguroso respeto nos incumbe, pero que es
la mecha que explica todo el resto.
Por fortuna
existe la literatura para hacer ese exorcismo, ajustes de cuentas que parezcan
un accidente, pero que tampoco olviden las causas del incendio. Ajustes sobre
todo con nosotras mismas. Y, lo que es más difícil, mostrar esos resquicios por
los que podríamos amar también a los demonios de cada cual. Los que sean (personas,
limitaciones, sucesos, lejanías), porque eso es lo que mejor puede narrarnos y
casi nos explica. A todas, a todos.
Esa aspiración
última de quien escribe, que lo suyo alcance a ser lo de otros, es el gran
valor de este libro. No basta con proyectar fuera nuestras pasiones para
convertirlas en ficción que, como dice María Jesús Ruiz, no quiere decir
mentira. El salto, tan fascinante, es conseguir que, no siendo estos relatos
estrictamente nuestras historias, nos reconozcamos semejantes en esas pasiones
que nos devuelven los odios propios, las tristezas privadas, los amores oportunos
que nos sostienen vivos o moribundos. Así que las pasiones pasan de mano en
mano, se usan, que es lo que siempre ocurre con las pasiones, nos hagan felices
o duelan. Después, que cada cual haga lo que buenamente pueda con sus pasiones
y sus demonios. La autora no escribe para dar consejos.
Ese enganche
ocurre ya en el primer relato, no da tregua. Más que un tobogán, como dice Iván
Blanco, el prologuista, el libro me parece una montaña rusa que, como todas,
empieza cayendo desde lo más alto. Desde ese primer aprendizaje a escribir, a
vivir con renglones y normas, para intentar el resto del tiempo que la letra se
salga. La infancia, con sus asombros asimilados a escondidas, le servirá de
pista de lanzamiento para acelerar la siguiente subida, la edad que penaliza el
aprendizaje y llaman adulta. En esta montaña rusa hay bucles con huellas que
conservan el alma; ángeles que no saben manejar sus alas; pánico escénico; viudas
más vivas que sus vivos muertos de miedo; giros de ingenio que desnudan lo que
ocurre cuando los protagonistas dejan de interpretarse; y siempre, alguien con
una cámara junto a la pista para captarnos en ese segundo de fragilidad, con
los brazos en cruz borrachos de ingravidez, como si la vida se arreglara al
pararse. Cierto que también hay música. Como en otras atracciones. La intensa velocidad,
cuando se cae o se sube tan alto, también nos hace llorar. No se confundan.
Manuel
J. Ruiz Torres
" ...una moral colonizada por la simpleza... " ¡Qué razón tiene!
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