documentos de pensamiento radical

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lunes, 14 de noviembre de 2022

PASIONES CAPITALES


 


La música me hacía llorar. María Jesús Ruiz. Col. Narrativa. Versátiles Editorial Huelva. 2022. 63 pp.

Creo que sólo tres grandes pasiones (otros las llaman pecados) dan grandes obras literarias: el odio, la tristeza y el amor. Y sólo las dan si somos capaces de proyectarlas fuera de nosotros, porque si las dirigimos hacia nuestro interior terminan destruyéndonos por una metástasis que nos coloniza completamente: metástasis de odio, metástasis de tristeza o metástasis de amor. Suponen nuestra muerte individual y nuestra muerte social, de la que poco se habla porque supondría hablar de cómo nosotros mismos huimos de los que odian, de los tristes y de los enamorados porque son sentimientos que, de tan exuberantes, apabullan a quienes no los viven en ese preciso momento. Cierto que también podemos estar muertos de aburrimiento, de autocomplacencia o de resignación aunque, quizás por el extendido contagio de estas lacras, reciben mayor comprensión social aun siendo de literatura escasa.

De las otras pasiones, quizás sólo la envidia –tan necesitada de defecarse fuera- pueda dar buena literatura. Pero como no hay envidia en estos relatos, nada nos aporta en este acercamiento al libro. No da literatura la soberbia, por definición un placer solitario, incomprensible para cualquiera fuera del propio ego. La pereza sólo da para quedarse satisfecho con un buen título. Tampoco esperen grandes obras de la lujuria, dispersa por naturaleza, como esas semillas que explotan al madurar para cuajar donde las lleve el viento, haciendo que su recolección no de nada mejor que un aforismo. La gula es una lujuria introspectiva, es decir soplar y sorber a la vez: ya saben, un recetario.

Así que volvamos a la literatura.

No es casualidad que esas tres grandes pasiones (el odio, la tristeza y el amor) confluyan en este libro, La música me hacía llorar. Ni que esas tres coordenadas (de alguna manera, el ancho, el largo y el alto de nuestras vidas) sean las dimensiones del microcosmos propio de María Jesús Ruiz: abierto, agudo e ilustrado.

El mundo –si la mirada es corta- podrá ser plano pero las emociones nunca lo son. Las intentamos entender con una lógica cartesiana o una moral colonizada por la simpleza que habla de buenos y malos, que deja fuera a seres despreciables pero cautivadores, miserables fascinantes, malvados dotados de una entrañable capacidad de emocionarnos en el filo del barranco por el que van a despeñarnos. Gente con ese don. Si la autoayuda es un género de autodestrucción balsámica, no menos hiriente es la siempre amateur, y no dudo que bienintencionada, retahíla de lo estupendos que nos quedamos cuando la vida nos pasa por encima y nos deja hechos cisco; de lo bien que estamos solos o solas, sin demonios; que aprovechemos esa oportunidad de mierda. La empatía no es hacer con nosotros contabilidad de reproches, ni dejarnos claro lo imbéciles que les parecíamos estando con ese ser -o en esa situación paralizante, da lo mismo- que no nos merecía, como vacas sin cencerro que decía Almodóvar, sino admitir que siempre habrá algo que no entendemos, ni por riguroso respeto nos incumbe, pero que es la mecha que explica todo el resto.

Por fortuna existe la literatura para hacer ese exorcismo, ajustes de cuentas que parezcan un accidente, pero que tampoco olviden las causas del incendio. Ajustes sobre todo con nosotras mismas. Y, lo que es más difícil, mostrar esos resquicios por los que podríamos amar también a los demonios de cada cual. Los que sean (personas, limitaciones, sucesos, lejanías), porque eso es lo que mejor puede narrarnos y casi nos explica. A todas, a todos.

Esa aspiración última de quien escribe, que lo suyo alcance a ser lo de otros, es el gran valor de este libro. No basta con proyectar fuera nuestras pasiones para convertirlas en ficción que, como dice María Jesús Ruiz, no quiere decir mentira. El salto, tan fascinante, es conseguir que, no siendo estos relatos estrictamente nuestras historias, nos reconozcamos semejantes en esas pasiones que nos devuelven los odios propios, las tristezas privadas, los amores oportunos que nos sostienen vivos o moribundos. Así que las pasiones pasan de mano en mano, se usan, que es lo que siempre ocurre con las pasiones, nos hagan felices o duelan. Después, que cada cual haga lo que buenamente pueda con sus pasiones y sus demonios. La autora no escribe para dar consejos.

Ese enganche ocurre ya en el primer relato, no da tregua. Más que un tobogán, como dice Iván Blanco, el prologuista, el libro me parece una montaña rusa que, como todas, empieza cayendo desde lo más alto. Desde ese primer aprendizaje a escribir, a vivir con renglones y normas, para intentar el resto del tiempo que la letra se salga. La infancia, con sus asombros asimilados a escondidas, le servirá de pista de lanzamiento para acelerar la siguiente subida, la edad que penaliza el aprendizaje y llaman adulta. En esta montaña rusa hay bucles con huellas que conservan el alma; ángeles que no saben manejar sus alas; pánico escénico; viudas más vivas que sus vivos muertos de miedo; giros de ingenio que desnudan lo que ocurre cuando los protagonistas dejan de interpretarse; y siempre, alguien con una cámara junto a la pista para captarnos en ese segundo de fragilidad, con los brazos en cruz borrachos de ingravidez, como si la vida se arreglara al pararse. Cierto que también hay música. Como en otras atracciones. La intensa velocidad, cuando se cae o se sube tan alto, también nos hace llorar. No se confundan.

Manuel J. Ruiz Torres

 

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