Decretaron una huelga de hambre
para todos los presos de la organización.
Lo decidieron fuera de los muros,
con la panorámica de quien observa el mundo
más allá de las rejas,
pero también del que únicamente
mira levantando la vista.
Resolviste obedecer a tu coherencia
y a ese sentido de justicia
que brota cuando se comparten
las manos para desbrozar la tierra.
Hambre son tan solo dos sílabas
que no pueden recoger los 150 días
de huelga,
que no se escurren entre tus 27
kilos de peso.
Algunas camaradas sorteaban la inanición
escamoteando bocados
escondidos entre ostentación de discurso.
Otras, llenas de honestidad,
os comprimíais con el vacío del estómago.
No juzgaste.
Tu altura no dependía
de un coro de aplausos.
En guerra de plenilunio
contra quienes rompían los tabiques
con los que habían sitiado el mar,
los legisladores prepararon un manto
que cubriera el reguero de fémures
tronchados que empapaba sus cimientos:
la alimentación forzosa
eran porras de hipocresía
sobre vuestra determinación.
Afilaron las agujas
a pesar de las resoluciones médicas.
Colocaron placas a las batas
e hincharon las bolsas de suero y pentaset
para frenar vuestra voluntad.
Se plegaban y desplegaban entonces
las puertas traseras de la Constitución
y corría por sus pasadizos secretos
la crudeza de la represión bulliciosa.
Flebitis, perspectiva de 48 horas de vida.
Camilla, hospital, desprecio y
el chantaje de la insolidaridad para doblegarte
(“tus compañeras ya se la han puesto”).
Con tus brazos amarrados, con la rabia
del verdugo complacido,
penetraba la vía que te inyectaba
nutrientes y sometimiento.
Tu cuerpo absorbía los primeros.
Tu mente escupía el segundo.
Con sondas nasográsticas,
enturbiada de cables,
ondeaba la tramoya del sistema:
“nos importa la vida”,
susurraron los labios del ministro.
La comida se convirtió en agresión.
Alardeaba la torturadora de su poder
ya asépticamente desinfectado:
“cuarenta veces que te quites el suero,
cuarenta veces que te lo pongo”.
Y tu hija, mientras tanto.
Quienes enclaustraban tus pulmones
y computarían tu muerte,
únicamente querían presentar a la prensa
tus latidos:
pum-pum, pum-pum.
Que su bombeo continuase
acristalando la farsa de su democracia.
Pum-pum, pum-pum.
Eras un sistema que protege la vida.
Pum-pum, pum-pum.
Eras una mujer a la que salvar de sí misma.
Noventa días de alimentación forzosa.
Aislada, sobre sábanas blancas,
entre almohadas de recursos judiciales.
Pero la batalla realmente se libraba en tus órganos,
no en las líneas comunicadas a los periódicos.
Se puso fin
sin obtener ninguna victoria
salvo el no haber sido cómplices
ni sumisas, pero arrastrando cicatrices
más duras que el desgaste celular
o el terremoto de tus venas:
un marido muerto
y una hija huérfana.
**
¿Cómo no fracturarse de vulnerabilidad
si hasta quien debía sanaros
tenía los nudillos apestando a tortura?
No vigilaban vuestras venas;
las arrastraban hasta el delirio.
Su medicación os buscaba aletargadas
como girasoles dentro de la oscuridad.
Sus ojos os manoseaban
y asomaba su generosidad por sus braguetas.
De hecho, aprendiste
a controlar tu pulso
para evitar ser llevada ante sus batas.
¿Cómo olvidar su violencia
con sus sondas, sus vías,
su entramado de cables
o el balanceo que susurraban
a tu camilla para marearte
durante la alimentación forzada
de la huelga de hambre?
Pero también recuerdas la ternura
de aquel enfermero que sacó del módulo
y se llevó cautelosamente
a tu hija de un año al hospital
cuando te negaron su asistencia
y tu derecho a acompañarla esposada.
El brillo de algunos ojos
te abrió los muros allí dentro.
**
Lo paraestatal es un sostén del Estado.
Su trabajo en tinieblas
apuntala su maquinaria y su escaparate.
Para que las letras de la democracia resplandezcan
(ante la CEE, la ONU, la OTAN
o la propia fe de la ciudadanía),
resulta fundamental, como riada que arrastra el lodo,
que lo paraestatal estatalizado
barra desde las esquinas
todo aquello que la problematiza,
que la agrieta, que la pone en evidencia;
a esas urnas colocadas sobre taburetes franquistas,
a esos dedos que recuentan los votos
empolvados aún de dictadura.
Tu cuerpo torturado
es un bien necesario para su funcionamiento.
La no aplicación de las resoluciones
judiciales que os dan la razón a las presas
es el óxido que fortalece sus barrotes.
Las placas volteadas
y sus chasquidos rodean la ley,
cercándola con sus surcos,
pero la limpian de malas hierbas.
Para que la democracia
continúe siendo democracia.
**
No accediste a la treta
de intercambiar explotación laboral
por permisos penitenciarios.
Se hilaban eufemismos
bajo el telar democrático neoliberal.
Te quedabas sola en el pabellón
mientras otras presas ofrecían sus brazos
malnutridos por el rancho
a empresas textiles españolas
de relumbrante prestigio.
Las presas cosían ropa de marca
con marcas de barrotes.
Alberto García-Teresa. Entre paréntesis. Poemas de la cárcel (Agita Vallekas, 2022)
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