I am a good boy, a data collector robot, hasta
dormido en el avión cumplo mi función y vigilo la cruz blanca que tengo que mantener para no
salirme de la línea invisible que dibujo sobre el desierto, rumbo y altura casi
inamovibles para el ingeniero pelirrojo y australiano que va detrás leyendo tan cómodamente como
si estuviera en la butaca del salón de su casa. La pantalla está a un palmo de mis ojos y a veces me
parece que la cruz blanca
me entra en el cerebro, otras, en mi duermevela de las segundas cinco horas, soy yo quién entra en la cruz
blanca, y la mente se vuelve lúcida, sólida y metálica, y una extraña vigilia tranquilísima se
apodera de mi, y mi mente no es mi mente, sino la mente, la consciencia toda sin cuerpo, y puedo entrar
y salir, revivir el pasado y el futuro mío y de cualquiera, entonces recordé el sueño de la tarde que había
olvidado, un viento que
surgía del pecho como una explosión me levantaba de la cama hacia el techo, y tras veloces pruebas y vuelos
cortos atravesaba el techo y más techos hasta surgir por el tejado en el aire y dejarme
aterrizar en cualquier lugar, y visitar amistades y volver a emprender el vuelo. Era tan real que
me desperté del sueño dentro del sueño y volvía a conseguirlo con el secreto del querer y el poder. Una
paz extraña y despreocupada se ha apoderado de mi desde entonces, una serena ausencia de
temor. Ahora volaré sin descanso por
el sueño y la vigilia, pero en mi pecho crece la certeza de que el vuelo sin máquinas no tiene límites, y poco a
poco se va revelando el poder de la antigua máquina, el cuerpo que es templo y nave, justo ahora
que me pensaba tan pobre de tiempo, tan esclavo de mi trabajo. Quizá el animal de luz y de color se
sacude así el polvo del
mundo.
Daniel Macías
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