Vivíamos sometidos a una tiranía con fisuras deportivas y pocos pensaban en las palabras medicinales. En la adolescencia, vi el hilo rojo que unía nuestras costumbres opacas y el clima. La lluvia continuó siendo preconciliar en el País Vasco; la sensualidad sólo estuvo trazada en las curvas de unas carreteras. Fueron años en que se practicaba el sexo alcohólico.
Al mirarnos a los ojos, buscábamos la manera de excavar los montes recluidos en las pupilas.
Impertinentes, decíamos a los espejos: ¡Como para sacar de ahí un orgasmo! Habría que esforzarse con traje de faena, zapapico y cartuchos de dinamita.
Más tarde supimos que existía consuelo en unas líneas publicadas por el periódico de la provincia. Las escribía un hombre que se ganaba el sustento con su oficio de secretario municipal. Sus verbos, artículos y sustantivos estaban tan enlazados por las preposiciones como por el olor de los legajos y el cuero. Llegaba de las páginas el aire sureño de William Faulkner, pero el suyo no era un talento paralizado por las admiraciones.
Lo encontré al final de su vida. Me recibió en un ambiente con aromas de gastronomía ibérica, y las escasas disputas cayeron a un fondo de tolerancia feliz. Me transmitió el convencimiento de que sólo el artista pequeño se estanca en la envidia. Integrado en pocos grupos, destacaba su sentido del humor para responder a los egos crecientes. A solas compartimos el pan de las lecturas, también un silencio desprovisto de tensiones; calladamente nos comunicamos una frase con materia dentro: gracias por vivir.
Cuando acabábamos los diálogos, del cuarto oscuro de la vivienda traía el regalo: un recipiente lleno de manzanas.
Después del abrazo que nos separaba, ya en la calle, yo mordía una de sus manzanas. Desde la boca hasta el estómago bajaba la acidez fresca. De la fruta cuidada por él he bebido el zumo de la razón y algo de queja airada.
Su actitud, con errores, me desveló un camino y a partir de entonces yo no sería un hombre optimista, sino agradecido.
Discrepo de quienes opinan que Pablo Antoñana fue un hombre sin buena suerte. La tuvo, pero nos la dio.
Francisco Javier Irazoki. Orquesta de desaparecidos.
Ed. Hiperión, 2015
Ed. Hiperión, 2015
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