España
es una viña devastada por los jabalíes del laicismo
Benedicto
XVI, Obispo de Roma, Vicario de Cristo, Sucesor del Príncipe de los
Apóstoles, Príncipe de los Obispos, Pontífice Supremo de la
Iglesia Universal, Primado de Italia, Arzobispo y Metropolitano de la
Provincia Romana, Siervo de los Siervos de Dios, Padre de los Reyes,
Pastor del Rebaño de Cristo, Soberano del Estado de la Ciudad del
Vaticano y, hasta 2006, Patriarca de Occidente [Joseph Aloisius
Ratzinger, Inquisidor General entre 1981 y 2005]
Ha venido a restaurar la viña devastada
por los jabalíes. A mí me gustan los jabalíes: su salvajismo sin
ambages, su ferocidad rectilínea, su despreocupada aceptación de lo
que son; y me gusta su cabeza, sola o cubriendo una rebanada de pan
con tomate. Los recuerdo en Azanuy, cuando los cazadores los traían
de la sierra, abatidos, y los colgaban de un gancho en la calle, a la
puerta de sus casas, para que admiráramos su proeza. Allí se
quedaban los suidos, flojos como títeres sin hilos, con la cabeza
derrengada y un boquete en la tripa, circundado por una sangre que
olía a romero, y el morro entreabierto, por el que asomaban los
berbiquís pavorosos de los colmillos y el triángulo rusiente de la
lengua. Y yo sentía, en aquella fuerza descabalada, la
representación de mi propio fracaso: la vulnerabilidad de los
músculos y las justificaciones, la endeblez de cuanto edificamos
para protegernos, el esqueleto de la nada. Los jabalíes devastan los
sembradíos, es cierto, pero solo para alimentarse o esconderse: su
acción es individual, o, a lo sumo, familiar; lo cultivado, en
cambio, exige el sacrificio de muchos, no siempre partícipes de su
provecho, y se alimenta de mierda, y estraga la tierra que lo
amamanta. La voracidad del jabalí no es superior a la de la viña:
aquel come para sobrevivir, en una tarea exigua y singular; esta
esquilma el suelo, consume recursos y esperanzas, e irroga a la
naturaleza los perjuicios de la explotación intensiva, y a los
hombres, los de la propiedad privada. El jabalí es lo entero, lo
beato, lo axiomático: el jabalí se comporta como un cerdo, porque
es un
cerdo: no lo disimula, a diferencia de la viña, que procura una
devastación más sutil: la que se camufla en arquitectura; la que
justifica una ebriedad metafísica. La viña es lo alquímico, el
artefacto, lo dual: lo que desmineraliza lo real, la solidificación
de una entelequia, el bálsamo de la borrachera. Los jabalíes
consumen lo que ven: vides, batracios, planetas. Y lo hacen hincando
el marfil negro de sus incisivos en la carne del aquí, en la
evidencia de los pámpanos que cuelgan o del sufrimiento que nos
ahoga, de la tierra que se traga los cadáveres y la lluvia, o de la
ausencia que se traga a los hombres. Las viñas crean el fantasma del
orden, el alivio sonámbulo de que haya fruta o vino, la ceguera
deliberada de que las estrellas envejecen, y los afanes son
insignificantes, y lo eterno, provisional. No hay jabalíes
ensoberbecidos por la humildad, ni partidarios de una eternidad
insoportable [«Rechaza otro existir, tras consumida/ mi ración de
este guiso indigerible./ Otra vez, no. Una vez ya es demasiado»,
escribió felizmente Fonollosa], ni catecúmenos de laboriosos
mistagogos: sus misterios son los de la viña, los de la vida. El
lenguaje de los jabalíes es un lenguaje cazcarriento, engualdrapado
de pelo, sin otro propósito que el de ser jabalí, con la debilidad
propia de su vigor irracional, con la tragedia de tener cuatro patas
y una muerte, con el dolor de las pezuñas cuando huye y el placer
del falo cuando se aparea, es decir, cuando se asegura de que haya
más devastadores de viñas, menos códigos sembrados, menos
refutaciones de que el hambre es solo necesidad de energía, y el
corazón, un músculo momentáneo, y la trascendencia, una invención
del miedo; y de que el infinito existe, y se llama jabalí. El jabalí
no se compadece: actúa, según lo que perciba, con toda su
irrelevancia y su grandeza, con su plenitud y su animalidad. El
jabalí no atribuye significados morales a los hechos de la
naturaleza, ni, por lo tanto, cercena la vastedad de lo posible con
la chirla de sus limitaciones. El jabalí no establece metáforas
maniqueas, ni se pronuncia contra otros hijos de la creación, ni
otorga carácter objetivo a la presencia de un mal que solo existe en
su conciencia. El jabalí no banaliza el amor, generalizándolo
industrialmente. El jabalí es
paciente, no tiene envidia, no presume ni se engríe; no lleva
cuentas del mal, porque no conoce el mal: porque el mal no le ha sido
impuesto; el jabalí no se alegra de la injusticia, sino que goza con
la verdad de su ser devastador, de la viña devastada, de su
saludable devastación. Y no tiene
miedo: reacciona, pronto al combate o a la huida, sin considerar la
humillación del premio ni la desproporción del castigo, sin
reconocer siquiera la infamante existencia de un juez. El jabalí no
reprende, no adoctrina, no episcopa, porque el tiempo es esa viña
que devora, el presente de esa viña mortal, que enciende de vida sus
entrañas. El jabalí no se engaña, ni obedece, ni se transustancia:
solo mastica los granos de uva con la certeza de que ese alimento es
su presente y su eternidad. El jabalí no ha sido domesticado, ni
conoce la afrentosa logomaquia de la enología, ni bebe de otro cáliz
que el cáliz de su pecho ancho, y su falo incisivo, y su
irreprochable fragilidad. El jabalí, a diferencia de la viña,
depende de sí, de la astucia con que sobrepuje al viticultor, sin su
salmodia agropecuaria. La viña, en cambio, late con una armonía
impostada: la del designio, el mismo que impele a los teólogos y a
los chamarileros. Es reconfortante embutirse en la coraza del orden,
inocularse razón. Pero es la razón de los manicomios, adicta a las
benzodiacepinas eucarísticas, como si la realidad fuera algo
distinto de lo que podemos aprehender, como si la locura necesitase
de una exégesis que la atemperara, como si debiéramos aplaudir que,
en lugar de un roble, o un volcán, o nada, haya ingeniería, o
arcángeles, o vida. Los jabalíes observan un comportamiento
sociable, que incluye relaciones intergeneracionales solidarias, como
que los escuderos, los ejemplares jóvenes, acompañen a los
macarenos, los más ancianos del grupo, para aprender de su
experiencia, a cambio de sus cuidados; los jabalíes son afectuosos y
abnegados con su prole; aman a las jabalinas con denuedo, hasta
olvidarse de comer; entierran semillas y esponjan el suelo al
hozarlo, en busca de tubérculos o lombrices, favoreciendo que se
humedezca y, por lo tanto, que germine; ayudan a controlar las
poblaciones de roedores, insectos y larvas perjudiciales; y mueren
con violencia, y hasta con crueldad, a manos de los cazadores, muchos
de los cuales son católicos. Los jabalíes son moralmente superiores
a los católicos, que abandonan a sus mayores en asilos pestilentes o
en gasolineras de autopista, maltratan a sus hijos o sus mujeres, y
cometen adulterio o fornican con rameras o compañeras de trabajo.
Los jabalíes no solo comen las uvas de las viñas: son omnívoros,
más aún, son teófagos, y en esto se equiparan a los católicos:
devoran todos los signos de la creación y, con ellos, al creador
mismo. Los jabalíes decoran con sus cabezas —esas que previamente
nos han proporcionado la gloria de su embutido— los vestíbulos de
los viticultores, y nos miran, desde su altura asesinada, con el
estupor glaseado de sus ojos de cristal y su lengua equilátera. ¿Por
qué?, parecen preguntar, ¿por qué cultiváis estas viñas
obstinadas, que no tenemos más remedio que devastar, que os
enajenan, recluyéndoos en la quimera de una vida perdurable, en el
redil de la obediencia al padre, con su abominable amor —que os ha
condenado a la enfermedad, a la vejez y la muerte—, envileciéndoos
de simetría y de trabajo, llenándoos de esperanzas inverificables,
confinándoos en las fronteras artificiales de la viña o en la viña
sin huríes de ultratumba? Los jabalíes no se dejan sobornar: no
esperan retribución por devastar la viña. Lo hacen porque han de
hacerlo, porque no saben hacer otra cosa, porque es propio y
encomiable y natural que un jabalí devaste las viñas, aunque no
sepa que lo hace, ni por qué: esa ignorancia también es el jabalí.
Él morirá, la viña morirá, morirán también el viticultor y los
nietos y los tataranietos del viticultor, todo acabará muriendo en
un aquelarre inconcebiblemente devastador de acontecimientos
siderales, indiferentes a los jabalíes y a las viñas que hayan
devastado, como la conclusión previsible de este transcurso sin otro
sostén que la inestabilidad, sin otra certidumbre que el hombre y el
hambre, que el fuego y la extinción.
Coda
Durante siglos, la Iglesia ha sido el
jabalí que devastaba la viña de la libertad de conciencia y el
espíritu crítico. [Aún hoy, hinca todo lo que puede las pezuñas
en el predio de la ciudadanía]. De haber vivido entonces, habría
compuesto un elogio de la viña.
Eduardo Moga. Insumisión. Vaso Roto Ediciones, 2013
Fotografía de Paco Naranjo
Eduardo Moga. Insumisión. Vaso Roto Ediciones, 2013
Fotografía de Paco Naranjo
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