Como bien dice Rocío
Plaza Orellana en su libro El flamenco y
los románticos, la ficción sobre la que se construyó la realidad del
flamenco terminó por contaminar con su juego a todos los componentes de esa
identidad. No resulta paradójico pues que los menos interesados en investigar
sobre los orígenes del flamenco hayan sido los mismos entendidos de flamenco.
Para ellos, la mejor investigación sobre el flamenco era la que no se hace,
porque de ese modo podían seguir alimentando todos los mitos sobre los que se
había tejido su origen. El flamenco era así un fenómeno cultural al margen
incluso de la cultura, estaba más allá de ella, invariable, inmutable, cerrado
y clausurado desde la nebulosa de los
tiempos. Quienes lo habían innovado y adaptado a su presente serán los mismos
que reivindiquen su carácter tradicional, atemporal, rígido, esclerotizado;
como si no hubiera sido precisamente por su permeabilidad y su adaptabilidad,
por su plasticidad para abandonar unas formas y recrear otras, aceptar
préstamos y ofrecerlos, lo que le ha permitido sobrevivir consiguiendo, una y
otra vez, transparentarse con el ritmo histórico de cada momento.
Su misma ductilidad le
servirá para convertirse en nacional cuando los distintos nacionalismos
construyan su discurso apropiacionista, excluyente; en fin, ciñendo el flamenco
a lo que nunca ha sido. Tratadistas, ideólogos, artistas que vivían o
intentaban vivir de su arte participaron en la producción de estas esencias
que, a pesar de su olor a anticuario, pertenecían a anteayer mismo. Para los
folcloristas románticos y los historiadores positivistas el flamenco era la
oportunidad de encontrar a un pueblo que, aunque tenían en sus mismas narices,
se negaban a aceptar tal y como se les presentaba. En su pavorosa, analfabeta,
reaccionaria y mísera existencia, este pueblo no es que no tuviera conciencia
de sí, que no la tenía, es que ni siquiera entre esa minoría social más
vinculada con el flamenco había conciencia de poseer un admirable don, un tesoro
sagrado, a lo más, el flamenco era algo que estaba en sus vidas, que a unos les
permitía ganar algún dinero cuando se rodeaba y a otros les permitía disfrutar
de él en tanto espectadores cuando terciaba. ¿Podían permitir los buscadores de
los arcanos del arte flamenco semejante herejía? Desde luego que no, pero
afortunadamente, lo que no existía se podía construir, sobre todo porque las
primeras piedras ya las habían puesto
los viajeros románticos un siglo atrás. Fueron ellos, en su distante
diálogo con las formas populares a las que se acercaron, los que dieron las primeras
pinceladas para que esa realidad que no existía se pudiera hacer pasar por
verdadera, velando tanto como desvelando lo que se les presentaba como un
misterio que, por su misma naturaleza cambiante, era imposible de fijar.
La atracción por el
exotismo del sur, iniciada por los escritores y viajeros de finales del siglo
XVIII y extendida a causa de la invasión francesa, no solo puso a España de
moda, sino que terminó fabricando, en la década de 1830, una precisa idea de
España. Cincuenta años después, a finales del siglo XIX, son los propios
españoles los que se encorsetan en esa imagen para triunfar en los teatros no
de París, Londres, San Petesburgo o New York, sino de Madrid, Barcelona o
Sevilla. Bailes populares que se habían movido entre el rechazo y el desprecio
por parte del público distinguido, son domesticados y estilizados por los
maestros de danza parisinos para ajustarlos al gusto de los salones elegantes y
los teatros burgueses hasta convertirlos en espectáculos de ballet que integrarán
las danzas españolas dentro de las revistas parisinas.
Algo parecido ocurre
con la moda. Los viajeros se asombran de encontrar que en España las mujeres
burguesas no visten a la española, es decir, como ellos las han visto en los
teatros europeos. Igual sorpresa les causa que ningún español, entre las
personas de su ambiente, se interese por las músicas o los bailes españoles,
que consideran productos del populacho y sí por los franceses que no hacen más
que recrear, a su modo, esas músicas y
bailes españoles.
Como siempre ocurre, la
contradicción está en el hecho de que aquello que surge del pueblo solo
adquiere forma una vez apropiado por la clase dominante, pero entonces resulta
absurdo buscarlo o identificarlo como expresión auténtica del pueblo.
Los gitanos no existen,
dice provocativamente el poeta visionario David Pielfort; y no le falta razón. Lo
gitanesco es fruto del teatro ilustrado de finales del siglo XVIII, y contiene en él toda la carga peyorativa del
rechazo y la segregación social, resaltando todos los valores arquetípicos
asociados a las clases bajas: lubricidad, salvajismo, indolencia y, en fin,
todo aquello con lo que los ilustrados querían acabar en España y que, por el
contrario, era todo lo que venían buscando los viajeros extranjeros como la
esencia de lo español. La atracción de estos últimos por lo que llamaban la
gente del bronce, los habitantes de los arrabales era tanta como el miedo que
sentían a penetrar en esos ambientes donde, según ellos, mudan las costumbres,
la ropa, la lengua y hasta la piel, pues blancos, negros y mulatos se
confunden, como recoge Sebastien Blaze en Memoires
d’un Apothicare, libro de viajes publicado en 1828 y donde rememora su paso
por Triana.
En efecto, si uno se
asoma al siglo XIX descubre que los gitanos fueron un invento de los franceses,
o mejor dicho, un invento del gusto cultural de las élites parisinas por los bailes españoles. Ellas determinaron el
fenotipo gitano de la belleza femenina tal y como permanece en nuestra
imaginación hasta hoy: ojos negros, cabello negro, piel cobriza, pechos
voluptuosos, piernas torneadas, pies pequeños, porte majestuoso y andares
sensuales. También los hicieron invariablemente pobres, ligados a determinadas
situaciones y profesiones. Ellos cantaores, torerillos, buhoneros,
esquiladores, ladrones o tratantes de ganado. Ellas, buñoleras, vendedoras de
flores, adivinas, curanderas, prostitutas o bailaoras y se llamarán, por los
siglos de los siglos, Carmen.
Los franceses
identificaron a los españoles con los gitanos, y con el paso del tiempo los
gitanos serían los depositarios de la esencia de lo español por excelencia y,
para ello, no era necesario ni ser gitano ni tan siquiera ser español. La
primera bailaora que subirá a los altares de la fama en Paris por su trepidante
interpretación de los bailes españoles será una joven conocida como La Gitana, bajo cuyo apelativo se
escondía la irlandesa Fanny Elssler, que los había aprendido en el King’s
Theatre de Londres. Estamos en 1836. Dos años más tarde la nueva gitana que
triunfa por Europa interpretando estos bailes es una italiana, la Taglioni. Una
década después la estela del éxito la deja otra irlandesa que se esconde detrás
del nombre de Lola Montes. Es más, las españolas que poco a poco logran abrirse
un hueco en la escena internacional serán obligadas a bailar los bailes
españoles no como se practicaban en Andalucía sino al gusto del público burgués
europeo. El mismo que reclamará de ellas que se ajusten en su vida privada a
las expectativas del imaginario alimentado por la famosa Carmen de Merimée, con
la misma carga de erotismo, sensualidad y tragedia que aquella.
El majo, el guapo, el
flamenco, navegó por el siglo XIX entre una selva de prohibiciones, buscándose
la vida entre lo ilegal y lo alegal, agudizando su imaginación en el ejercicio
de la supervivencia diaria y recreando el misterio sobre sí mismo y su arte
cuando había lugar. Marginados y automarginados, mostraban su arte cuando
podían y lo adaptaban sin problema a los gustos del público. El que fueran extranjeros
los primeros en valorarlos sirvió para que la burguesía romántica de aquí terminara
por hacerlos suyos.
¿Pero quiénes son, en
realidad, los gitanos? Buscar un componente racial o étnico se viene
demostrando, desde el siglo XVI, que es un error absoluto de aproximación a
esta realidad subterránea que tiene más que ver con el submundo del trabajo en
precario, la subocupación en la que se incluye toda esa heterogénea masa del
lumpemproletariado que se hacina en las periferias de las grandes urbes, formada
por desertores del trabajo, mendigos, poetas, artistas, malvivientes que
decidieron avanzar en sentido contrario a la domesticación de las fuerzas
productivas y a la cultura del sacrificio laboral. El pelotón de los descarriados
que comprendió, en los inicios del capitalismo, que la vida es demasiado fugaz
para desperdiciarla trabajando para otros, ser engañados en ese robo que es el
trabajo asalariado.
A los deberes y
responsabilidades que exigía la patria para participar en la magra ración de
despojos que los capitalistas arrojan sobre los explotados, prefirieron la
insubordinación, la libertad y la incertidumbre, eligieron no tener amos, ser
estados soberanos, trabajar en lo suyo, que sigue siendo, en la mayoría de los
casos, trabajar en sí mismos.
El siglo XIV fue un
siglo terrible para Europa. Una pequeña Edad de Hielo arruinó las cosechas
causando miseria y hambrunas, la peste negra acabó con un tercio de la
población, tuvo lugar la guerra de los Cien Años sobre suelo francés y el
Imperio Otomano irá ocupando progresivamente los territorios del debilitado
Imperio Bizantino hasta acabar con él. Los desplazamientos y movimientos
poblacionales asociados a todos estos desastres son incesantes. Miles de
personas vagan por un continente devastado por el hambre, la muerte y la
guerra; muchos de ellos son búlgaros, húngaros, rumanos, valacos y serbios que
intentan escapar del avance turco hacia el corazón de Europa.
François de Vaux de
Foletier, en Les Tsiganes dans l’ancienne
France, recoge cómo hacia 1419 aparecen los primeros grupos de gitanos en
el territorio de la Francia actual; son
grupos, a veces muy numerosos, al mando de unos denominados duques o condes in Egypto parvo o in Egypto minori. Tres años después un gran número de ellos
penetran en Italia por el norte.
Allá por 1425, para
comerciar en los reinos de España, se presenta a Alfonso V de Aragón, una
extraña delegación encabezada por el autointitulado conde Juan Egipto Menor en
peregrinación a Santiago, argucia legal de la época para no tener que pagar impuestos
de peaje entre los traficantes de mercaderías. Dado lo beneficioso de la
empresa, hará su aparición unos pocos meses después, un nuevo séquito, esta vez
con el conde Tomás de la Pequeña Egipto a la cabeza, solicitando permiso de peregrinaje,
y a este truco se acogerán todos los que les seguirán después a lo largo del
siglo XV, unos mil trescientos que, amparados en la condición sagrada de la que
disfrutaron los peregrinos durante la Edad Media y, en muchos casos, incluso de
la protección real, comienzan a menudear por los reinos peninsulares como
efecto del empuje de los turcos sobre los pueblos balcánicos una vez tomada
Constantinopla.
Aunque, si bien es
cierto que la presión turca produjo en la Europa del este un fuerte movimiento
migratorio, no lo es menos, en relación a la manera que tienen de arribar a la
península ibérica, el qué estos comerciantes, nómadas, y buscavidas se disfracen
con los elementos culturales más
adecuados para poder sobrevivir utilizando para ello los rasgos más sobresalientes
de cada época (el carácter sagrado del peregrinaje, por ejemplo), con tal de
poder continuar haciendo su vida. En el Medievo, como hemos mencionado, estos
peregrinos recalan en los reinos peninsulares en tanto autointitulados nobles
de países lejanos, fieles creyentes, nazarenos y penitentes que reivindican ante las
autoridades su condición de peregrinos para ejercitar el chalaneo y escapar al
fisco; durante la Edad Moderna, a medida que se van fijando sobre el
territorio, amplían su espectro laboral hacia los oficios artesanales y las
artes mágicas, y no será hasta finales del siglo XVIII, debido al interés por la
música y las danzas de España de los primeros viajeros extranjeros, cuando terminan
siendo vinculados a ellas como rasgo identitario.
Las hasta hoy tenidas como primeras medidas
contra ellos, la Pragmática de Medina del Campo de 1499 sancionada por los
Reyes Católicos es, en realidad, una ley contra vagos y maleantes, que expulsa
a quienes no tengan oficio conocido, ni residencia o señores a quien servir. Es
decir, no se persigue a una raza, un pueblo o una comunidad sino que se
persigue un modo de vivir, y quienes normalicen su vida, es decir quienes se
dejen asimilar e integrar en el orden estatal que no admite la presencia de indeseables,
estafadores, picaros y vagabundos, serán perdonados y admitidos en sociedad. A
partir de 1633, todas las pragmáticas insistirán en esta idea, se persigue
gente de mal vivir, porque “en estos nuestros Reinos jamás se ha entendido que
hubiese verdaderos gitanos”, dice otra de época de Carlos II.
En este mismo sentido
se pronunciarán en los siglos siguientes ilustrados y regeneracionistas, entre ellos Eugenio Noel,
quien poco antes de la Gran Guerra resumía en República
y Flamenquismo los tópicos, hábitos y conductas que, a su juicio, debían
ser corregidos para sacar a España de su atraso ancestral: “Flamenquismo quiere
decir matonismo, prestancia personal exterior, andar torero, fatuidad,
engreimiento, apachismo, gentiliza en los trapos, cara gitana, el sol
embotellado, achares, riñones, hígados, ingles, un traje de luces, el descaro,
el descoco, el impudor, la lágrima cayendo en un chato de manzanilla, el ay-ay
de la guitarra, los pelos cortados en forma de chuleta sobre las sienes, la
trenza, la moña, la coleta, el vicio de hablar de todo sin otra competencia que
la propia voluntad, las pasiones reducidas a vicios por falta de ambiente y de
dinero… figurar, mangonear, meterse en todo, poner obstáculos, comentar el
discurso o el raciocinio con un pero, un sin embargo, un no puede ser; es
flamenquismo la palabra soez, la frase que escarnece, el equívoco, el
retruécano, la hipérbole zafia… el pantalón de odalisca, el sombrero ladeado,
la risa y el insulto en los rostros que ven lo que no entienden y lo juzgan con
un gesto de gracioso; el tomarlo todo a broma, a chunga, a mofa, el escupir por
un colmillo… el no amar la casa, la ciudad y la Patria, emporcándolas sin
noción alguna de ciudadanía… porque el flamenquismo es una peste, una plaga…
porque ha entronizado el espíritu torero hasta hacer desaparecer todo otro
mérito, industrial o artístico… los intelectuales… queremos su extinción.” Noel
y otros intelectuales republicanos como Ganivet, Valle Inclán o Juan Ramón
Jiménez vieron, con absoluto escándalo, como el gitanismo se fue transformando
en flamenquismo durante el último cuarto del siglo XIX, y cómo no había empacho
a que se dilapidaran miles de millones en ruedos, plazas de toros, corridas y
otros espectáculos flamencos mientras el pueblo no es que careciera de lo más
elemental sino que con tales espectáculos degradantes solo conseguía hundirse
aún más en la incultura, en el atraso espiritual y el envilecimiento de sus
formas de vida, apareciendo como un sujeto histórico incapaz de remontarse por
encima de condición de rebaño, multitud, muchedumbre paralizada no solo por su
propia ignorancia sino también por el brillo del mundo espectacular que mira
absorto.
Para Noel electricidad
y toros eran incompatibles, no podían darse las dos en pleno siglo XX. España
no podía continuar exportando a Europa exclusivamente bailaoras, toreros,
escenas de sacristía, de cofradía, de covachuela, de verbena, lolas, cármenes y
pícaros. Sobraban en nuestro suelo aristócratas de sangre estéril, hidalgos
inútiles, bufones, hampones, caciques y militares golpistas. Era necesario
poner fin a nuestra inveterada aversión a la ley y nuestro inmemorial gusto por
la guerra civil, a los pronunciamientos, las matanzas. Para Noel, España estaba
necesitada de todo lo que siempre le había negado el flamenquismo: cultura,
leyes, vida, luz y aire.
Antonio Orihuela. Palos. Ed. La linterna sorda, 2016
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