Nuestro mar es tan inmenso que las olas mueren de viejas antes de
llegar a la costa. También tiene túneles de viento, por donde
puedes pasear con la familia del limosnero, y admirar la rica fauna
que alberga su vientre hinchado de tantos años tragando agua. La
fauna, caliza y sagrada, vive en un convento donde nunca llueve;
tiene ventanas oblicuas y portalones adscritos a la tez de su rey. De
sus minaretes –pues también es castillo- penden sonajeros célibes
que suenan a vals ramplón pero contundente. No posee compartimentos
estancos ni flores larguiruchas. Toda su luz es comprada a las
lampreas fenicias, portadoras de ánforas acristaladas que despiden
luz desnuda. Destaca la ballena microscópica cuya sonrisa enamora al
visitante. Los avestruces son rezos esquilmados que se evaporan con
el nombre maltrecho de los estuches imberbes ¡Cuánta sorna se
descubre cuando berrea el norte! Carteles con poemas férreos
crucifican el camino de los faroles. El mar se cierra a las cinco y
nadie puede salir hasta que la campana de leche dé las cinco en
alguna parte. Este es nuestro mar, al que amamos sin preguntarnos por
qué.
Manel Costa & Curro Canavese. El nido de la palabra. Ed. Sporting Club Russafa.
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