Corredores sinfónicos y ladridos ásperos circulaban por las calles
del domingo tieso. En ocasiones –las más prudentes- nos
introducíamos por los lados para darle color a las mejillas
trotadoras de los saltadores indecisos; cada uno llevaba un aromilla
en la boca para hacer reflexión sobre su pasado; los torpes dejaban
caer la baba inconclusa por los avatares del tiempo; otros, fiambres
y cuernos, sacaban la basura al mismo tiempo. Las flemas del sol
acercaban a los borregos dorados para contarlos de cuatro en cuatro y
los talismanes hacían largas colas para pedir apellidos y
nostalgias. Los presos huían ordenadamente para evitar discusiones y
tormentos; algunos, opíparos por el mentón, hacían cabriolas junto
a exegetas circulantes. La normalidad era lo bastante diáfana como
para que las tórtolas figuraran en puestos de máxima discreción,
de máxima autoridad y de máxima realeza. Nuestros labios eran
opacos y sabían a miel confitada, con lo cual, jamás, ningún acto,
nos dejaba mal sabor de boca o de tranca. No teníamos amigos, pero
sí una libélula académica que comía anís todos los días; pero
esto no era suficiente para que las martingalas tuvieran dinero
insultante para hacer carreras meteóricas o caminos fraudulentos.
¡Lento, lento! Oprobio masticamos todos y nadie sabe sacar la manga
del pecho.
Manel Costa & Curro Canavese. El nido de la palabra. Ed. Sporting Club Russafa.
Se va fraguando poco a poco, a veces muy lentamente,
ResponderEliminarpero se manifiesta súbitamente renovando el sistemático estupor.
Previamente todo ha ido revocando el sentido que se le había asignado. El tiempo en primer lugar, y con él esas barandillas tan complacientemente desplegadas ante el vértigo estático del momento en que la forma nos revela su secreto.
No insistáis, no es necesario, prometo fingir creérmelo, pero no insistáis… les dice. (Pero insisten).
(Ubiquemos en este recodo otra espléndida sonrisa).