El río debíamos que buscarlo cada día, pues circulaba por donde
quería. Su cauce se movía con gran rapidez y cambiaba de lugar
según sus gustos y estados de ánimo. Las piedras lesivas confundían
su tálamo con las obras angelicales de los manubrios. Al amanecer
soltábamos toda la arena posible sobre el rollizo espartano que
teníamos a nuestro lado; eran espartanos tolerantes y raquíticos,
sus ojales de fieltro tenían sabor a terciopelo; pero sin entrar en
detalles calculábamos el tiempo con loterías y mancuernas. Los
sábados tomábamos ácido protuberante, sin apenas azúcar, pues de
hacerlo dulzón muchos han quedado calvos o tristes. Teníamos una
secta que abrazaba la religión de los números; debíamos acceder a
ella a muy temprana edad o bien por recomendación austera. Las
lluvias eran las oraciones, y a su vez remanso de paz y vocingleo; al
acudir a los actos escénicos de la liturgia, nos ponían turbantes
en los tobillos para no coger frío o espasmos doctrinales. Teníamos
un objetor que nos guiaba en nuestras acciones, pero era ciego y no
podía hablar por ser ambidiestro y afamado. Su sonrisa nos peinaba
las turbulencias de la vida y nos hacía viajar para conocer el mando
de las estrecheces y de las angustias. No podíamos orar hacia atrás,
pues estaba penado con el infierno o el cielo.
Manel Costa & Curro Canavese. El nido de la palabra. Ed. Sporting Club Russafa.
Huele a colores nunca antes vistos,
ResponderEliminarsabe a infinitos campos.
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