Con un rotulador de punta verde
que derrama su menta y su espesura
bajo la estricta ley de los fluidos
(la presión hidrostática, el coraje),
la mujer pinta un prado y saltamontes
sobre su calva blanca y aterida.
Escribe insectos grandes, cariñosos
y hormigas diminutas que se duermen
en hojas encendidas de verdor
como si fueran formas de metal
que brillan en silencio en la madera.
Sobre su cráneo blanco y aterido
escribe la canción de las termitas
cuando mascan el tiempo y los tablones,
una constelación de escarabajos
que inventaron el cuerpo mineral,
orugas luminosas y valientes
que rompen la crisálida y no lloran,
esta suerte de nuevo nacimiento
en las briznas minúsculas de hierba
que arrasan la ceniza y su matriz.
En su cabeza blanca y aterida
que perdió los cabellos, los aplomos,
las hojas más oscuras de los pastos,
la mujer atenúa los venenos
y pinta una pradera accidentada
en la que hay hormigueros, piedrecitas
y un cubo de cemento y de ladrillo
que produce energía nuclear.
Contra ella se han escrito los insectos.
La tinta florecida en color verde
empobrece el uranio y su dolor.
María Ángeles Pérez López. Atavío y puñal, 2012
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