Personalísimos
versos para describir una parte de una biografía; la mítica infancia y primera
adolescencia, en un marco duro, gris, terrible, sin esperanza, lóbrego, sin
solución… donde el hambre y las necesidades, la falta de lo más elemental para
sobrevivir marcan a fuego las jornadas del infante, de su entorno, de su
familia, de un padre relativamente ausente. Un mundo terrible, de una pobreza,
en todos los sentidos, espectacular, si el adjetivo sirve para estos casos.
Versos para recuperar una época que la memoria no podrá olvidar; es imposible
soslayar tales privaciones y experiencias.
Destacar,
asimismo, el carácter temático del poemario (El infante de las estrellas), que
le otorga unidad y permite cohesionar los distintos materiales. Donde asistimos,
testigos privilegiados, a la evolución vital de ese dulce infante, a lo largo
de dos períodos separados por treinta años. Y otro rasgo a señalar es el
acierto de Rafael a la hora de titular sus poemas, un don que no está al
alcance de muchos de sus colegas, que no atinan o que prefieren no titular.
Aquí, los encabezados son un aperitivo de lo que nos espera un poco más abajo,
entre líneas y espacios en blanco.
En
este libro tan personal e íntimo, Rafael Alcalá nos regala un puñado de poemas
memorables, donde la dureza se convierte en belleza y deja huellas con versos
muy atinados: “Canturreaba el bolso siniestro de la madre”, “Mi destino me
empuja por la espalda”, “Tengo por fiel amiga la densa soledad”, por solo citar
algunos.
Versos
certeros, muy logrados -siempre medidos: alejandrinos, heptasílabos, pentasílabos…-,
con un ritmo envolvente; a veces, con un misterio difícil de explicar. Y… ¡eso
es poesía! Una belleza macilenta que atrapa al lector en un mundo de imágenes
demoledoras, como ese niño que ni una naranja puede tomar de postre, toda una
definición de una época gris, muy oscura. Con un punto costumbrista que acentúa
el contraste poético pero también narrativo de los veintiocho poemas que
conforman el testamento vital de su autor.
Veintiocho
poemas como treinta heridas que el tiempo no ha sanado ni sanará, para eso
sirve escribir, para compartir con los demás la dudosa hermosura de un tiempo
que no volverá, de unas experiencias que forjarán la sensibilidad de ese crío
empeñado en jugar con las estrellas, de ese zagal que no entiende la violencia
del entorno, su gratuidad y sinsentido, de ese niño que desea estar al amparo
de su madre, la misma que le fríe con mucho cariño los puñados de boquerones,
tan baratos que, para muchos de su generación, forman parte de la memoria
gastronómica y sentimental. Como ese puchero con pringá que, gracias al giro
semanal, siempre tan exiguo, dura tres jornadas en una mesa siempre tan parca,
tan minimalista, tan elemental.
Una
vez más, Rafael Alcalá consigue tejer una telaraña poética y sentimental que
atrapa al lector, que sufre y goza al mismo tiempo con un mundo terrible, una
infancia sin infancia, donde el mejor juguete, y el más barato y a mano, era la
fértil imaginación, que servía para huir a mundos no contaminados por la humana
miseria.
Manuel Varo. Reseña a El infante de las estrellas de Rafael Alcalá
La necesidad e importancia del regazo.Y si no está hay que inventarlo.
ResponderEliminarChiloé