El pájaro que viaja bajo el
cielo
y viene a golpearse contra
el coche
como quien cae rendido y se
levanta,
arrastra sus cartílagos, su
sombra,
su corazón caliente y
separado
en cuatro habitaciones para
el aire.
En ellas se resguardan los
alisios
y el frío desconsuelo del
invierno
cuando la sangre mueve
lentamente
su río enrojecido, su
caudal,
su modo de morir y levantarse
para picotear migas de sol.
El pájaro que viene contra
el coche
es uno e indiviso,
inconfundible,
y si distingue el eco de la
especie
y atina a acompasar su corazón,
en el golpe está solo y yo
con él,
seguidos por los dogos de la
sombra.
Por eso, y aunque apura con
violencia
la gota venenosa de la
prisa,
su cuerpo diminuto y
trashumante
no puede separarse de su
sombra,
esa zona de umbría y de
frontera
con que el sol nos recuerda
el parentesco
insoportable, estrecho de la
muerte.
La sombra lo acompaña, me
acompaña,
le otorga la tiniebla,
desazón
con que encender el día y
sus volutas,
la masa medular y oscurecida
en que el tiempo nos brinda
sus oficios
y escribe la desdicha a
contraluz.
María Ángeles Pérez López. La ausente, 2004.
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