A Jorge Riechmann y a Antonio Orihuela
por enseñarme, sin saberlo, a abrazar la vida.
¿Mi
tierra?
Ahora sé
que mi tierra no es mi tierra
y que
nunca me ha pertenecido,
pero
aquellos ojos míos de dos mil veinte
vieron
la vida entre tanta pena, entre tanta podredumbre,
y por
primera vez en mucho tiempo avistaron dos delfines en Venecia,
y la
vida salvaje volvía a abrirse camino en el verde fluorescente de los canales,
pero
aquellos ojos míos de dos mil veinte
vieron
la tele, casi ciento treinta mil fallecidos,
y la
vida tambalearse a las orillas de un apretón de manos,
y la
muerte asomarse tras el beso, la caricia y el abrazo en el supermercado.
Qué no
vieron aquellos ojos míos de dos mil veinte
es una
pregunta que me ha perseguido durante los últimos años,
y lo que
no vi fue esta tierra que consideraba mía,
y me
arraigué en el paisaje perdido de la infancia,
aquellos
ojos míos de dos mil veinte
no
vieron los días eternos y dorados del verano,
ni la
última brisa estival acariciando nuestro rostro,
ni la
primera gota de agua fría en septiembre,
aquellos
ojos míos de dos mil veinte
no
vieron el sol sorprendiendo a la luna,
ni la
calima sorprendiendo a la impoluta Sierra Nevada,
ni la
Alpujarra teñida de un tono anaranjado,
aquellos
ojos míos de dos mil veinte
no
vieron la primera neblina envolviendo nuestro contorno,
ni a la
cabra montesa bajando al Guadalfeo a beber un poco de agua,
ni el
baile del bosque al ritmo del vendaval enérgico.
Y ahora
que puedo ver, no veo nada,
y
aquella que fue, esa nunca más regresará
porque
ahora sé que mi tierra no es mi tierra
y que
nunca me ha pertenecido,
y ahora
que puedo ver, veo
que
sufro una triple pérdida por el paisaje
de
aquellos ojos míos de dos mil diez,
un
recuerdo ya desdibujado en la memoria,
de
aquellos ojos míos de dos mil veinte,
la
ilusión de poder volver a ver el asombro del mundo,
de estos
ojos míos de dos mil veinticuatro,
testigos
de que aquí también ocurrió el ecocidio,
y ahora
que puedo ver, veo
que de
esta no saldremos
y uno
desearía cerrar los ojos,
y
desearía imaginar que otro fin del mundo es posible
para no
tener que ver la muerte de tanta belleza,
pero es
mejor mantener los ojos abiertos,
nos
aconsejaba el maestro Jorge Riechmann.
Por eso,
no me culpes si en el dos mil veinte
escribí
a la belleza de los ocasos, las tormentas
y los
amaneceres que nos perdimos,
y no me
culpes por este triste canto
ahora
que sé que mi tierra no es mi tierra
y que
nunca me ha pertenecido,
y que tengo
la certeza de que el capitalismo
es el
mayor virus que ha creado el ser humano.
Sé que
el futuro es una lucha perdida para nosotros,
pero me
reconforta saber que la vida,
lo único
que siempre se nos escapó de las manos,
volverá
a abrirse paso entre los escombros,
ya lo
dijo un hombre sabio.
Thalía Compán Santiago
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