Quería
ser tremendo, inmenso, apoteósico,
capaz —
no sé— de abatir mil gigantes,
de
encender y cuidar millones de estrellas,
de
entablar combate cuerpo a cuerpo con los mares.
Desde
pequeño lo supo: “¡Quiero ser
formidable
—no sé—,
quiero
tomar al mundo con las manos,
ser
vertiginoso como los planetas,
tener
la fortaleza de las manos de padre!”
Lo
sabía, y se conformaba de momento
con ser
hermano mayor
de
prole numerosa,
en
función más modesta que ser padre.
Pero no
tuvo prisa en crecer,
apuró
las etapas,
y
creció con un arado rebosándole el pecho,
con
palabras que otros no tenían,
con un
resplandor invernal en las mejillas,
con un
puño en la frente,
con
párpados color añil a rebosar,
con la
fecundidad briosa y aguerrida.
Le
esperaba la vida, lo que llamamos vida,
porque
él vivió siempre de igual manera.
Le
esperaba un trabajo pagado,
una
buena muchacha, la camaradería de los compañeros;
también
los codazos, las patadas, la insolidaridad, el desaliento,
muchas muchachas
que no eran su muchacha.
En las
noches de viento se entretenía
arengando
a los suyos, elevando
la voz
por sobre el estrépito
y dando
lo mejor de su garganta,
hasta
la epifanía del lema compartido.
Por su
voz lo mataron
poco
después de empezar la guerra.
Por
aquella voz potente, viril, pero tierna
que tan
fácilmente agitaba a la gente,
que
llegaba al subsuelo de la mina,
y al
aviador, y al jornalero, y al poeta,
arrastrando
ecos milenarios.
Murió
la muerte que quisieron darle.
Quería
ser tremendo, inmenso, apoteósico;
vivió
la vida toda para serlo, siéndolo.
Y no se
equivocó, se equivocaban,
aunque
muy bien sabían lo que hacían:
matar y
correr una manta basta sobre el cadáver
de uno
que hablaba bien, para el gusto de algunos
demasiado.
Txisco Mandomán. En Voces del Extremo: poesía antidisturbios. Ed. Amargord. Logroño, 2015
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