EL GRITO EN EL CIELO
He oído cómo acaba. He oído cómo
reventarán nuestros cuerpos a la velocidad de la luz contra el muro de la
Historia y cómo se dispersarán nuestros pedazos por el cosmos como basura
espacial.
He oído cómo se partirá el planeta en un
golpe de tos provocado por nubes de ceniza y cómo jadean nuestros pulmones
asmáticos conectados a una máquina de respiración asistida.
He oído a los mejores destrozados de la
peor forma por la crisis financiera y a mi generación destruida por el paro, la
química y las bombas.
He oído cómo seremos tiroteados por
contables a la salida de un centro comercial en las afueras y cómo será
retransmitido en directo como si fuera una película.
He oído el final y os puedo asegurar que
no era gran cosa. No será espectacular. No habrá un estallido, ni un quejido
siquiera. No nos daremos ni cuenta.
Es este ruido que oís sin escuchar y que
no os deja oír más, que todo lo llena y nunca cesa, como un descomunal zumbido
de abejas golpeándose furiosas en panales de cristal, es este alarido de agujas
cargadas de diazepam clavándose en brazos de piedra y el ensordecedor chasquido
de los pobres que se retuercen de hastío como culebras.
Es este rumor continuo, interminable y
tenaz de ciudades derruidas, depresivas, enfermas, de edificios con úlcera que
crepitan como el esqueleto de los viejos decrépitos cuando van a morir, como el
cráneo de los niños hambrientos cuando mastican la sopa.
Es este rugido que puede oírse en las
venas abiertas de la locura y las pupilas devoradas por la droga, en el cuello
que se parte de los suicidas y en las manos agarrotadas de las víctimas, en las
bocas deformadas por la tortura y en el rostro disecado de los adictos al sexo
que se corren con náusea y se masturban viendo imágenes de guerra.
Es el aullido de los animales
carbonizados en un incendio que transforma el paraíso en un infierno con
piscina, es el chillido del horizonte mientras lo entierran en cemento y cal
viva y el vagido de la tierra cuando las excavadoras le perforan el pecho para
extirparle el corazón.
Es el lamento de mujeres preñadas que se
apuñalan con las uñas y se abren las entrañas como si fueran semillas para
sacarse a sus crías y es esta atronadora soledad de los cuerpos, este estrépito
inútil del día a día y este silbido de las almas cuando se arrastran por las
rocas con un desgarrador ronquido de derrota.
Es este estruendo que brota de las
heridas, la voz que aúlla en la sangre y te escuece bajo la piel como si te
inyectases gasolina, esa voz que tú llevas por dentro y los yonquis llevan por
fuera, que te corroe los huesos como carcoma y se transforma en eructo cuando
abres la boca.
Son todas esas voces juntas gritando a la
vez en todas partes de esta tierra agotada, estreñida y sudorosa, ese
soliloquio colectivo de súplicas, bramidos, arcadas, susurros, bostezos,
suspiros, insultos, gemidos y relinchos de caballo que oís incluso dormidos (si
es que os deja dormir) desde que nacéis hasta que morís (si es que os deja
vivir).
Es el chirrido de la oficina y la producción
en cadena que os tritura y escupe como carne de hamburguesa sobre el túmulo de
la acera en el que se amontonan los muertos sin nombre, los cuerpos sin dueño,
los soldados sin identificar, los padres sin hijos, los bebés sin madre, las
casas sin gente, la gente sin suerte, el pulmón sin aire, las vidas sin abrir.
Es el llanto de la fosa común donde gimen
los tumores incurables, las palabras indecibles, los miembros fantasma y los
daños colaterales, las manos vacías, las camas sedientas, el reúma en los
riñones y el ataque de ansiedad, el abrazo devuelto a remitente, la carta de
amor que no llega a su destino, el grito de auxilio que nadie escuchó, los
niños violados que dejan de crecer, los desaparecidos que se hunden en la olla
del mar, las mujeres asesinadas por el fruto de sus vientres, los fetos que
rugen con un dolor de parto que les dura hasta la muerte, el anciano que pierde
la memoria para olvidar su vejez y los cadáveres de indigentes que se
descomponen en las oficinas de banco mientras los gatos les devoran el rostro y
un vómito de sombras pasa de largo caminando sobre una cinta mecánica en
dirección al trabajo.
Ese ruido que oís es el desfile de sus
pasos hacia ese abismo impasible de las horas por el que caen sus sueños y sus
facturas, sus empleos y sus billetes de metro, sus deseos incumplidos y la
matemática incompleta de sus besos, sus contratos temporales y su eterno
desengaño, el tique de la compra, la orden de desahucio, la carta de despido,
el certificado de defunción y el traje de difunto.
Es la soledad de los domingos bajo el
tibio sol de marzo y el sabor a metal de los fracasos y ese escalofrío que nos
recorre las vértebras y esa espuma del champán que apuramos como si fuera
cianuro y el agujero en el pantalón y la caries y la metástasis y el vértigo y
el desamor y todo lo que se fue y nunca será, que cae como una lluvia de clavos
sobre nuestros hombros, atravesándolos.
Es este ruido que escucháis, más profundo
que los ojos del ahogado, más dentro que las células del pánico, como veneno en
el estómago, dentro de dentro, más incluso que el aire que respiráis, que llega
más allá de lo que hay, que está donde nada es, donde nada hay más que el ruido
mismo.
Es ese ruido que lleváis metido en el
tuétano de los océanos, en la sangre de la sangre, en el átomo del átomo,
dentro de dentro de dentro, incluso más, donde ya no hay hueco, ni vacío hay,
donde sólo hay ruido y por debajo ruido y más ruido dentro y ruido más allá,
más allá del silencio de las flores, tan lejos que ni siquiera lo oís aunque
ahí está, ahí está ese ruido que empieza donde acaba el fondo, donde no hay
retorno, donde nada llega ni puede escapar.
Ese ruido es la grúa que nos transporta
aún vivos, como huesos para el cocido, hacia un desguace de hombres donde somos
deglutidos por las muelas de gasóleo de unos hornos crematorios.
Es el estampido que hacemos al
estrellarnos contra el sótano de números y decretos como un diluvio de monedas,
tuercas y tornillos que sirven de desayuno, merienda y cena a un ministro un
agente de bolsa un violador un director de banco un estafador un contable un
rey un bufón un presidente un asesino un policía un sicario el presidente del
Fondo Monetario Internacional un genocida un jefe de prisiones un funcionario
de Represiones un subsecretario de Ejecuciones y Martirios un consejero de
Hacienda un ladrón un asesor un gobernador un emperador un empalador el
presidente de los Estados Unidos de América un verdugo un antidisturbio un
torturador el comisario de la Unión Europea un atracador el presidente del
Banco Central Europeo un francotirador Su Excelencia Altísima Ilustrísima el
presidente del Banco Mundial un exterminador un mercenario un general un
caníbal un maltratador una primera dama un obispo un pederasta el presidente de
la Reserva Federal el presidente de Monsanto un explotador el presidente de
Lehman Brothers de Goldman Sachs de Standard and Poors de Apple de Facebook de
Twitter de Microsoft el presidente de Rusia de China de la Coca Cola de Irán de
Siria de Adidas de Corea de Israel de Egipto de Etiopía de la EXXON un
trepanador un golpista un comandante un dictador un talibán un jeque de Arabia
Saudí un terrorista de Al Qaeda del Daesh de la OTAN de la CIA Del Mosad de la
Interpol el jefe de la policía nacional la guardia real los escuadrones de la
muerte la mafia local un traficante un cártel una petrolera el dueño del gas y
de la luz y del mismo sol el presidente del mundo un telepredicador un papa un
rabino un mulá un ayatolá y todos los hijos de Dios que matan decapitan violan
y bombardean en nombre de Yahvé Jesús Alá el petróleo los diamantes y el coltán
y los ángeles y los arcángeles y los yihadistas de Wall Street que hacen la
Guerra Santa como manda el Dow Jones y fabrican jabón con nuestra grasa y sudor
mientras se ponen ciegos de anfetas, ketamina y cristal y lanzan obreros desde
las azoteas de sus rascacielos de vidrio, hormigón y pladur.
Ese ruido aterrador que te despierta, que
confundes con tu voz y resuena en tu cabeza, que no te deja oír el aire que
respiras ni la sangre que bombeas, es el bufido del hombre que salta a por su
vida y descubre que no vuela, es tu sombra que te persigue y no te alcanza y es
el mundo que se tira por la borda mientras la orquesta interpreta otro vals y
los camareros sirven la cena.
Ese ruido es la lluvia de albañiles que
ametrallan el asfalto con su frente, son los refugiados que cuelgan de las
alambradas como ropa tendida, es la Humanidad que se come con cuchara a la otra
mitad, la familia que desmiga el sofá para mojarlo en la leche y el crujido de
los dientes que mastican dientes y las encías que mastican lengua.
Ese ruido es el siseo de la cámara de gas
instalada en la oficina del paro, es la música del centro comercial que vende
la felicidad a 5 euros, es la demolición del atardecer para construir un
apartahotel con vistas al vacío, es la agencia de viajes que organiza
excursiones para ricos a barrios de chabolas periféricos y el tráfico que sufre
un colapso nervioso y el móvil que sigue sonando tras el atentado bajo los
escombros.
Ese ruido es el mendigo que se come la
piel de sus dedos y la madre que rebusca en la despensa un abril de primaveras
para sus hijos, es el ministro que ordena por decreto el final del verano y el
dictador que impone por las armas la llegada del frío, es el filósofo fusilado
por reírse como un niño, el juez que se toma la justicia por su mano, el
presidente que manda callar a gritos, el policía que tira a matar y la
manifestación que baja la voz.
Ese ruido es la coca que brama como un
tren en tus oídos mientras suenan por la radio los mugidos del matadero, es el
crío que muere de hambre en prime time y bate un récord de audiencia, es la
cadena que ofrece en continuo ejecuciones de presos y en los anuncios conecta
con una masacre, son los desahuciados que asesinan por una casa en un reality
show, es el ruido blanco del televisor al final de la emisión.
Y es el silbido de la asfixia de 7.500
millones de seres humanos respirando con pulmones de acero y el espanto en los
ojos de un recién nacido y la muerte que se arranca las uñas y el silencio que
se vuela los sesos y todo este ruido que hacemos, desde que nacemos hasta que
morimos, para ensordecernos.
UN PAÍS PATAS ARRIBA
Un país patas arriba
de personas boca abajo
abatidas
por una infantería de contables
bajo un silencio impertérrito
que acalla el deshielo de la calle
donde se desploman
edificios fláccidos
como pieles de bebés sin carne.
Un país patas arriba
doblado sobre sí mismo
(hecho un ovillo de hombres)
que se agarra de los tobillos,
se lame las heridas con deleite
y sin anestesia se las cose
con hilo para los dientes.
Un país patas arriba
de ciudades que se marean,
pierden el equilibrio, caen
sobre una sombra de vino
y acaban bebiéndose el sudor
de su frente y la sangre
en tubos de ensayo.
Tiene una pistola de arena en la mano
con la que se apunta al centro de la boca
y se dispara un desierto de números
que le vuela los sueños.
Tiene una guillotina de afeitar
con la que cada día se corta el cuello.
Por la herida le sangra un préstamo,
por la sangre le corren galgos
pero la sangre no llega al río
y el río se le queda dentro
donde el pobre muere ahogado
como un insecto en un charco.
NOSOTROS
Nosotros
que nos creíamos águilas imperiales con
alas de plumas doradas
desplegadas como planeadores para un
vuelo estratosférico
que sería la envidia de las nubes y que
soñábamos con ascender
más rápido que los cohetes por encima del
polvo y de la fiebre
más allá de planetas y satélites hasta
donde la nada se pierde
y todo comienza a suceder.
Nosotros
que queríamos llegar a la altura de los dioses
para retarles a duelo y proclamarnos inmortales
frente a la eternidad.
Nosotros
que íbamos a ser los primeros en saltar
el horizonte
con la gracia de un vallista, correr más veloces
que el futuro
y llegar al porvenir por delante del
presente, que pensábamos atravesar los límites del límite sin encontrar nunca
un final
y veríamos amanecer antes que el sol y
alcanzar todos los sueños.
Nosotros
que veníamos a cumplir las promesas
incumplidas
y a dar a nuestros genes una segunda
oportunidad.
Nosotros
que estábamos destinados a borrar la
incertidumbre de los calendarios
y los fracasos del álbum de fotos
familiar porque podíamos cambiar
la dirección del viento, el curso de los ríos
y el sentido de las agujas
del reloj.
Nosotros
que éramos jóvenes e invencibles como los
héroes de un mural.
Nosotros.
Nosotros
que estábamos en la flor de la vida
cuando se declaró en instancias
superiores
un invierno permanente que nos heló la
sangre
y se nos cayeron las hojas como mechones
de pelo
y se endureció tanto la tierra y dolía
tanto el aire
que se nos pudrió el tallo y la carne se
nos marchitó.
Nosotros
que fuimos mansos porque íbamos a heredar
la tierra
y pobres de espíritu porque nuestro era
el reino de los cielos
que no sentimos hambre ni sed de justicia
hasta que tuvimos que
dar de comer a la tenia
del presidente y saciar el hígado de un
inversor.
Nosotros
que nos creíamos invencibles hasta que
fuimos derrotados
en una oficina del paro, eternos hasta
que firmamos
el primer contrato temporal.
Nosotros
que hemos sido desterrados de nuestras
casas y llamamos
hogar a la zona de tránsito, hotel al
albergue y restaurante
al comedor social.
Nosotros
que teníamos todas las puertas abiertas
pero acabamos arrojándonos por el balcón.
Nosotros
que somos sombras de lo que nunca fuimos,
que ni un solo día hemos sido héroes, que
no volveremos
a ser jóvenes, que no volveremos del
destierro, que no.
Nosotros
que habitamos en el corazón de los
desiertos.
Javier Gallego "Crudo". El grito en el cielo. Arrebato libros, 2016
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