documentos de pensamiento radical

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miércoles, 25 de enero de 2017

3 poemas de EL GRITO EN EL CIELO de JAVIER GALLEGO "CRUDO"




EL GRITO EN EL CIELO

He oído cómo acaba. He oído cómo reventarán nuestros cuerpos a la velocidad de la luz contra el muro de la Historia y cómo se dispersarán nuestros pedazos por el cosmos como basura espacial.

He oído cómo se partirá el planeta en un golpe de tos provocado por nubes de ceniza y cómo jadean nuestros pulmones asmáticos conectados a una máquina de respiración asistida.

He oído a los mejores destrozados de la peor forma por la crisis financiera y a mi generación destruida por el paro, la química y las bombas.

He oído cómo seremos tiroteados por contables a la salida de un centro comercial en las afueras y cómo será retransmitido en directo como si fuera una película.

He oído el final y os puedo asegurar que no era gran cosa. No será espectacular. No habrá un estallido, ni un quejido siquiera. No nos daremos ni cuenta.

Es este ruido que oís sin escuchar y que no os deja oír más, que todo lo llena y nunca cesa, como un descomunal zumbido de abejas golpeándose furiosas en panales de cristal, es este alarido de agujas cargadas de diazepam clavándose en brazos de piedra y el ensordecedor chasquido de los pobres que se retuercen de hastío como culebras.

Es este rumor continuo, interminable y tenaz de ciudades derruidas, depresivas, enfermas, de edificios con úlcera que crepitan como el esqueleto de los viejos decrépitos cuando van a morir, como el cráneo de los niños hambrientos cuando mastican la sopa.

Es este rugido que puede oírse en las venas abiertas de la locura y las pupilas devoradas por la droga, en el cuello que se parte de los suicidas y en las manos agarrotadas de las víctimas, en las bocas deformadas por la tortura y en el rostro disecado de los adictos al sexo que se corren con náusea y se masturban viendo imágenes de guerra.

Es el aullido de los animales carbonizados en un incendio que transforma el paraíso en un infierno con piscina, es el chillido del horizonte mientras lo entierran en cemento y cal viva y el vagido de la tierra cuando las excavadoras le perforan el pecho para extirparle el corazón.

Es el lamento de mujeres preñadas que se apuñalan con las uñas y se abren las entrañas como si fueran semillas para sacarse a sus crías y es esta atronadora soledad de los cuerpos, este estrépito inútil del día a día y este silbido de las almas cuando se arrastran por las rocas con un desgarrador ronquido de derrota.

Es este estruendo que brota de las heridas, la voz que aúlla en la sangre y te escuece bajo la piel como si te inyectases gasolina, esa voz que tú llevas por dentro y los yonquis llevan por fuera, que te corroe los huesos como carcoma y se transforma en eructo cuando abres la boca.

Son todas esas voces juntas gritando a la vez en todas partes de esta tierra agotada, estreñida y sudorosa, ese soliloquio colectivo de súplicas, bramidos, arcadas, susurros, bostezos, suspiros, insultos, gemidos y relinchos de caballo que oís incluso dormidos (si es que os deja dormir) desde que nacéis hasta que morís (si es que os deja vivir).

Es el chirrido de la oficina y la producción en cadena que os tritura y escupe como carne de hamburguesa sobre el túmulo de la acera en el que se amontonan los muertos sin nombre, los cuerpos sin dueño, los soldados sin identificar, los padres sin hijos, los bebés sin madre, las casas sin gente, la gente sin suerte, el pulmón sin aire, las vidas sin abrir.

Es el llanto de la fosa común donde gimen los tumores incurables, las palabras indecibles, los miembros fantasma y los daños colaterales, las manos vacías, las camas sedientas, el reúma en los riñones y el ataque de ansiedad, el abrazo devuelto a remitente, la carta de amor que no llega a su destino, el grito de auxilio que nadie escuchó, los niños violados que dejan de crecer, los desaparecidos que se hunden en la olla del mar, las mujeres asesinadas por el fruto de sus vientres, los fetos que rugen con un dolor de parto que les dura hasta la muerte, el anciano que pierde la memoria para olvidar su vejez y los cadáveres de indigentes que se descomponen en las oficinas de banco mientras los gatos les devoran el rostro y un vómito de sombras pasa de largo caminando sobre una cinta mecánica en dirección al trabajo.

Ese ruido que oís es el desfile de sus pasos hacia ese abismo impasible de las horas por el que caen sus sueños y sus facturas, sus empleos y sus billetes de metro, sus deseos incumplidos y la matemática incompleta de sus besos, sus contratos temporales y su eterno desengaño, el tique de la compra, la orden de desahucio, la carta de despido, el certificado de defunción y el traje de difunto.

Es la soledad de los domingos bajo el tibio sol de marzo y el sabor a metal de los fracasos y ese escalofrío que nos recorre las vértebras y esa espuma del champán que apuramos como si fuera cianuro y el agujero en el pantalón y la caries y la metástasis y el vértigo y el desamor y todo lo que se fue y nunca será, que cae como una lluvia de clavos sobre nuestros hombros, atravesándolos.

Es este ruido que escucháis, más profundo que los ojos del ahogado, más dentro que las células del pánico, como veneno en el estómago, dentro de dentro, más incluso que el aire que respiráis, que llega más allá de lo que hay, que está donde nada es, donde nada hay más que el ruido mismo.

Es ese ruido que lleváis metido en el tuétano de los océanos, en la sangre de la sangre, en el átomo del átomo, dentro de dentro de dentro, incluso más, donde ya no hay hueco, ni vacío hay, donde sólo hay ruido y por debajo ruido y más ruido dentro y ruido más allá, más allá del silencio de las flores, tan lejos que ni siquiera lo oís aunque ahí está, ahí está ese ruido que empieza donde acaba el fondo, donde no hay retorno, donde nada llega ni puede escapar.

Ese ruido es la grúa que nos transporta aún vivos, como huesos para el cocido, hacia un desguace de hombres donde somos deglutidos por las muelas de gasóleo de unos hornos crematorios.

Es el estampido que hacemos al estrellarnos contra el sótano de números y decretos como un diluvio de monedas, tuercas y tornillos que sirven de desayuno, merienda y cena a un ministro un agente de bolsa un violador un director de banco un estafador un contable un rey un bufón un presidente un asesino un policía un sicario el presidente del Fondo Monetario Internacional un genocida un jefe de prisiones un funcionario de Represiones un subsecretario de Ejecuciones y Martirios un consejero de Hacienda un ladrón un asesor un gobernador un emperador un empalador el presidente de los Estados Unidos de América un verdugo un antidisturbio un torturador el comisario de la Unión Europea un atracador el presidente del Banco Central Europeo un francotirador Su Excelencia Altísima Ilustrísima el presidente del Banco Mundial un exterminador un mercenario un general un caníbal un maltratador una primera dama un obispo un pederasta el presidente de la Reserva Federal el presidente de Monsanto un explotador el presidente de Lehman Brothers de Goldman Sachs de Standard and Poors de Apple de Facebook de Twitter de Microsoft el presidente de Rusia de China de la Coca Cola de Irán de Siria de Adidas de Corea de Israel de Egipto de Etiopía de la EXXON un trepanador un golpista un comandante un dictador un talibán un jeque de Arabia Saudí un terrorista de Al Qaeda del Daesh de la OTAN de la CIA Del Mosad de la Interpol el jefe de la policía nacional la guardia real los escuadrones de la muerte la mafia local un traficante un cártel una petrolera el dueño del gas y de la luz y del mismo sol el presidente del mundo un telepredicador un papa un rabino un mulá un ayatolá y todos los hijos de Dios que matan decapitan violan y bombardean en nombre de Yahvé Jesús Alá el petróleo los diamantes y el coltán y los ángeles y los arcángeles y los yihadistas de Wall Street que hacen la Guerra Santa como manda el Dow Jones y fabrican jabón con nuestra grasa y sudor mientras se ponen ciegos de anfetas, ketamina y cristal y lanzan obreros desde las azoteas de sus rascacielos de vidrio, hormigón y pladur.

Ese ruido aterrador que te despierta, que confundes con tu voz y resuena en tu cabeza, que no te deja oír el aire que respiras ni la sangre que bombeas, es el bufido del hombre que salta a por su vida y descubre que no vuela, es tu sombra que te persigue y no te alcanza y es el mundo que se tira por la borda mientras la orquesta interpreta otro vals y los camareros sirven la cena.

Ese ruido es la lluvia de albañiles que ametrallan el asfalto con su frente, son los refugiados que cuelgan de las alambradas como ropa tendida, es la Humanidad que se come con cuchara a la otra mitad, la familia que desmiga el sofá para mojarlo en la leche y el crujido de los dientes que mastican dientes y las encías que mastican lengua.

Ese ruido es el siseo de la cámara de gas instalada en la oficina del paro, es la música del centro comercial que vende la felicidad a 5 euros, es la demolición del atardecer para construir un apartahotel con vistas al vacío, es la agencia de viajes que organiza excursiones para ricos a barrios de chabolas periféricos y el tráfico que sufre un colapso nervioso y el móvil que sigue sonando tras el atentado bajo los escombros.

Ese ruido es el mendigo que se come la piel de sus dedos y la madre que rebusca en la despensa un abril de primaveras para sus hijos, es el ministro que ordena por decreto el final del verano y el dictador que impone por las armas la llegada del frío, es el filósofo fusilado por reírse como un niño, el juez que se toma la justicia por su mano, el presidente que manda callar a gritos, el policía que tira a matar y la manifestación que baja la voz.

Ese ruido es la coca que brama como un tren en tus oídos mientras suenan por la radio los mugidos del matadero, es el crío que muere de hambre en prime time y bate un récord de audiencia, es la cadena que ofrece en continuo ejecuciones de presos y en los anuncios conecta con una masacre, son los desahuciados que asesinan por una casa en un reality show, es el ruido blanco del televisor al final de la emisión.

Y es el silbido de la asfixia de 7.500 millones de seres humanos respirando con pulmones de acero y el espanto en los ojos de un recién nacido y la muerte que se arranca las uñas y el silencio que se vuela los sesos y todo este ruido que hacemos, desde que nacemos hasta que morimos, para ensordecernos.






UN PAÍS PATAS ARRIBA

Un país patas arriba
de personas boca abajo
abatidas
por una infantería de contables
bajo un silencio impertérrito
que acalla el deshielo de la calle
donde se desploman
edificios fláccidos
como pieles de bebés sin carne.

Un país patas arriba
doblado sobre sí mismo
(hecho un ovillo de hombres)
que se agarra de los tobillos,
se lame las heridas con deleite
y sin anestesia se las cose
con hilo para los dientes.

Un país patas arriba
de ciudades que se marean,
pierden el equilibrio, caen
sobre una sombra de vino
y acaban bebiéndose el sudor
de su frente y la sangre
en tubos de ensayo.

Tiene una pistola de arena en la mano
con la que se apunta al centro de la boca
y se dispara un desierto de números
que le vuela los sueños.

Tiene una guillotina de afeitar
con la que cada día se corta el cuello.

Por la herida le sangra un préstamo,
por la sangre le corren galgos
pero la sangre no llega al río
y el río se le queda dentro
donde el pobre muere ahogado
como un insecto en un charco.






NOSOTROS

Nosotros
que nos creíamos águilas imperiales con alas de plumas doradas 
desplegadas como planeadores para un vuelo estratosférico
que sería la envidia de las nubes y que soñábamos con ascender
más rápido que los cohetes por encima del polvo y de la fiebre
más allá de planetas y satélites hasta donde la nada se pierde
y todo comienza a suceder.

Nosotros
que queríamos llegar a la altura de los dioses
para retarles a duelo y proclamarnos inmortales
frente a la eternidad.

Nosotros
que íbamos a ser los primeros en saltar el horizonte
con la gracia de un vallista, correr más veloces que el futuro
y llegar al porvenir por delante del presente, que pensábamos atravesar los límites del límite sin encontrar nunca un final
y veríamos amanecer antes que el sol y alcanzar todos los sueños.

Nosotros
que veníamos a cumplir las promesas incumplidas
y a dar a nuestros genes una segunda oportunidad.

Nosotros
que estábamos destinados a borrar la incertidumbre de los calendarios
y los fracasos del álbum de fotos familiar porque podíamos cambiar
la dirección del viento, el curso de los ríos y el sentido de las agujas
del reloj.
  
Nosotros
que éramos jóvenes e invencibles como los héroes de un mural.

Nosotros.

Nosotros
que estábamos en la flor de la vida
cuando se declaró en instancias superiores
un invierno permanente que nos heló la sangre
y se nos cayeron las hojas como mechones de pelo
y se endureció tanto la tierra y dolía tanto el aire
que se nos pudrió el tallo y la carne se nos marchitó.

Nosotros
que fuimos mansos porque íbamos a heredar la tierra
y pobres de espíritu porque nuestro era el reino de los cielos
que no sentimos hambre ni sed de justicia
hasta que tuvimos que dar de comer a la tenia
del presidente y saciar el hígado de un inversor.

Nosotros
que nos creíamos invencibles hasta que fuimos derrotados
en una oficina del paro, eternos hasta que firmamos
el primer contrato temporal.

Nosotros
que hemos sido desterrados de nuestras casas y llamamos
hogar a la zona de tránsito, hotel al albergue y restaurante
al comedor social.

Nosotros
que teníamos todas las puertas abiertas
pero acabamos arrojándonos por el balcón.

Nosotros
que somos sombras de lo que nunca fuimos,
que ni un solo día hemos sido héroes, que no volveremos
a ser jóvenes, que no volveremos del destierro, que no.

Nosotros

que habitamos en el corazón de los desiertos. 



Javier Gallego "Crudo". El grito en el cielo. Arrebato libros, 2016

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