El túnel del tiempo no solo excava en el espacio y en el
tiempo, es un ejercicio de arqueología del sentimiento, un intento de rescate
selectivo de los poemas del primer David Castillo, el que, con apenas dieciséis años, se iniciara
como poeta en la década de los setenta
ligando su nombre al de la escena contracultural barcelonesa de entonces.
Estamos pues ante una
voz aún por fraguar y, a la vez, increíblemente lúcida, penetrante, casi
decantada, genial. Una voz que arranca con un juvenil poema datado en 1976, y que
va ganando en madurez, solidez y seguridad durante el tardofranquismo y los
años de la decepción socialista, tiempos crudamente retratados, en sus
ilusiones, desengaños y traiciones, en este ramillete de tiempo que David
Castillo ha querido, después de casi cuatro lustros, compartir con sus
lectores.
En efecto, como hemos
dicho, en este libro podremos ver hasta qué punto ya estaban asentados los
pilares y trazadas las guías sobre las que se ha construido toda la poesía posterior
de David Castillo: la desnudez formal, el poema río, torrencial, lleno de
imágenes surrealistas y automatismos psíquicos, la huella del rock, del pop,
del situacionismo, del mundo de sus querencias libertarias, y el paisaje y el
paisanaje de la Barcelona canalla.
También están
presentes en estos poemas otros elementos a los que David Castillo no ha
renunciado con el paso del tiempo: el poema collage, la utilización de
canciones como banda sonora del poema, la deriva como práctica poética, una
deriva que se convierte en absorción de la realidad circundante a través de la
mirada, siempre desencantada, escéptica, fatalista; la mirada del que constata
cómo el tiempo lo va pudriendo todo a su alrededor. Y, cómo no, también están
en estos poemas, los elementos biográficos, porque la poesía de David Castillo
es biografía de un tiempo generacional y personal, un tiempo histórico tan
desolado como los que lo habitan, personajes que circundan al poeta, que viven
con él o le sirven para que él recree su vida a través de las de ellos,
personajes que son memoria y melancolía de un tiempo único que él tuvo el
privilegio de vivir, de compartir, y hacia los que se vuelve, desde sus versos,
lleno de humanidad hacia los presos políticos, los torturados, los
desaparecidos, los asesinados, los explotados, los arrasados y arrojados al
arroyo.
También es El túnel del tiempo un libro lleno de
humor, ese humor ácido y corrosivo que el poeta ha sabido cultivar a largo de
toda su producción y que es, sin duda, una de sus mejores bazas literarias.
Desde él no deja títere con cabeza, y a través de él desfila una Barcelona
sucia, contaminada, atascada de coches y en la misma medida amada y
reverenciada por el poeta. Lo mismo ocurre cuando nos lleva hasta los márgenes
de la ciudad, sus zonas de sombras, ocupada por una fauna humana por la que
Castillo siente pasión y compasión, y con la que se siente uno más, no
diferente de todos esos actores anónimos que componen el lienzo multicolor de
la vida más desnuda, más terrible, más intensa, más beligerante, difícil y destrozada.
Este es el mundo de
aquel David Castillo, el que escribiendo estos versos, tan desquiciados como
sus lecturas de entonces, cumplirá la mayoría de edad devorando todo lo que cae en sus manos: Dylan
Thomas, Alfred Jarry, Vallejo, Rimbaud, Blake, Ginsberg, Lezama Lima, Bataille,
John Donne, Kayam, Lowry, Neruda, viejos compañeros también de este viaje
existencial de los que David extrae la médula a sus lecturas, y se va empapando
de forma imperceptible con ellas mientras escucha a Lou Reed, los Sex Pistols,
Jimi Hendrix, Prince, The Clash, David Bowie, Rolling Stones, Joy División,
Durruti Colum, Roxy Music… forjando con ellos la banda sonora de su vida, de
nuestras vidas, de aquellos años cimentados sobre un espíritu épico y romántico
que el tiempo destilará, con acidez, con lucidez, con las dosis precisas del
cinismo necesario para querer seguir nombrando lo real. Este es su túnel del
tiempo, el que el mismo David Castillo nos ha cavado y que desde entonces se
irá llenando de referencias vitales, amorosas, topológicas… tan personales,
como para incluirnos a todos en ellas, para hacernos pasado, un pasado
colectivo y colectivista, de bolsillos vacíos y muchos ganas de diversión, un
pasado con regusto de conciertos de rock, malas noches, trabajos precarios, detenciones,
experiencias con las drogas, antros de pesadilla, pisos destartalados y amantes
fugaces cobradas a la salud de la revolución, Un pasado que conserva intacto el
aroma de la vida salvaje y bendita de los que se creían llamados a subvertir el
orden, crear otra vida desde las ruinas de todo lo viejo y, en la misma medida,
maldecir desde sus versos el mundo que construye, con la complicidad de los
demócratas, la vieja caverna franquista, parapetada en sus privilegios, su
trajes de chaqueta, su policía antidisturbios, sus pactos y sus complicidades
con los que llegan ahora, en nombre de la democracia, a exigir su tajada del
pastel.
Uno lee El túnel del tiempo y le parece mentira que
un escritor haya podido ser tan fiel a su obra desde los inicios, que haya dado
para tanto el venero de esos años de fuego, barricadas libertarias, detenciones,
cárcel, ambiente festivo y underground floreciendo por tascas y ateneos
entreverados de drogas, sexo y rock and roll, que anunciaban también la zozobra
de un estilo, de un sueño, el fin de la fiesta libertaria y el comienzo del
muermo postmoderno, de la cultura domeñada, avasallada y puesta a los pies como
trofeo de la socialdemocracia.
No me alargaré más,
pero sí quisiera volver a insistir en la grandeza de este libro, hecho con unos
poemas en los que el joven poeta que fue David Castillo mostraba ya su valía a
pesar de que estos versos nunca llegaron a ver la luz. Aquí estaban ya dadas
sus increíbles dotes para mezclar elementos de un realismo atroz con otros
directamente heredados de las vanguardias, el discurso entrecortado, los planos
que se superponen, la escritura automática, la dicción elegíaca, el ritmo
epistolar… uno se pellizca al pensar en un David Castillo que aún no ha cumplido
los veinte años, y se para, como lector, a pensar en quién está escribiendo así,
como él, en ese mismo tiempo de finales de los setenta. Nadie. Baste recordar
que mientras David Castillo no cesa de besar la lona, de trasegar bares, subir
a pensiones de mala muerte, de gozar hasta el fondo de todos y cada uno de los
paraísos artificiales que ofrece la contracultura, en España triunfa
oficialmente una poesía culturalista y escapista, ajena a la realidad y al
mundo, hecha por exquisitos para un público igualmente exquisito. Frente a esta
poesía subvencionada y alentada por la cultura institucional, yerta y sin vida,
qué fuerza, que intensidad podemos encontrar en esta otra poesía de la
contracultura, una poesía que casi no existe, que está perdida y olvidada, y
qué suerte que David Castillo se haya embarcado en esta empresa (y las que
seguirán), de rescate de aquel aliento, de aquellas energías que encendieron
los corazones y las utopías de libertad.
Terminamos. El túnel del tiempo se abre y se cierra
por el mismo lugar, porque este tiempo intermitente, tiempo congelado en el
poema, aún no ha concluido, y continúa siendo igual de absurdo y venturoso,
igual de pertinente y paradójico, a través de estos versos nos podremos asomar
a lo que fue, ahora que estamos definitivamente expulsados de ellos, y en la
misma medida, reencontrarnos con lo que ya no somos, pero también con lo que no
olvidamos, lo que algunas noches no nos deja dormir.
Antonio
Orihuela
en la
vieja charca, 17 de febrero de 2016
No hay comentarios:
Publicar un comentario