Te dejé marchar
sin dejar de sonreírte
hasta el final del túnel
porque las madres
cruzarían si pudieran
hasta el otro lado
con la sonrisa dispuesta.
Solías sentarte junto a mí,
paciente, silencioso.
Yo cosía siempre
y tú, por parecer más cerca,
pasabas una aguja sin hilo,
de un lado a otro de una tela
que me pedías.
Mientras, tu hermana,
como un ovillo inquieto,
rodaba por el suelo
buscando cualquier cosa
que fuera una aventura.
Eras, decían, un niño bueno.
Antes de la última vez
ya habías caminado
por el borde mortal
de aleros de hospitales.
Eras sólo un esbozo de vida
y junto a tu hermana
ocupasteis una sala corrida
de las de entonces.
No permitían visitas
y a duras penas,
rayando la pintura
turbia de los cristales,
podía veros sin ser vista.
Cada tarde lo mismo:
tú llorabas,
morada tu carne por el frío
y ella, sólo un año mayor,
gritaba sin aliento
reclamando a la sor
un poco de consuelo.
¡Hermana, hermana, repetía,
a mi hermano se le ha caído el chupete!
Begoña Abad. El hijo muerto. Ed. Babilonia, 2016
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