[CON LENTITUD DE AMATISTA...]
«Amaneciendo
sin cesar, hambrientamente amaneciendo»
Carlos
Bousoño, Las monedas contra la losa.
Con lentitud de amatista se insinúan los
objetos.
Como castigadas naves se arrodillan los espejos.
Entre esguinces que no duermen, entre crueles
terciopelos,
el agua se hace edificio, se relativiza el
fuego.
El orden nunca termina, porque hay noche en los
inviernos
que abre el hombre a dentelladas, noche arrasada
de besos
que se alimenta de lápidas, de relojes
imperfectos
diluidos en el tiempo. Para derrotar al hielo,
los hombres, como las bocas, se esconden en el
viento.
Para que no se los coma el otro, cuántos cïervos
desordenan sus pupilas; con qué obcecación los
ciegos
hurgan en el manantial de los huesos; qué
severos
los ángeles navegando entre brocas, construyendo
el agua, disciplinando el aire; cuánto esqueleto
jubiloso, cuánto caos de fruta; qué
encendimiento
de mar en el mar huido, en la vendimia del pecho,
en los labios de las máquinas. El paraíso es
gemelo
de la sed, como un rosa de inacabables eneros,
como un yo de países olvidadamente enfermos.
Sin otro mar que mis manos, me devasto, me
renuevo;
como una torcida arena, enamorándome, lluevo.
Y el deseo de acallar la gangrena con el verso,
de oír la luz con él, remite, pues todo es
centro:
las espaldas más certeras contemplan el fin del
tiempo
y un alba hambrientamente abierta priva a los
muertos
de su lectura, los pone en pie, enjalbega sus
cuerpos,
los unifica. Solícito como el día es el cabello
del volcán, alegres son sus puños concretos.
Vemos,
pues, la sangre del verano, el territorio
desierto
donde brota, como el río, una juventud sin
hierros.
La lluvia ignora su nombre, nada poseen los
hechos
sino su número y su odio, olas muertas en el
verbo,
mas sin gestos, quietamente, como un remoto
aliento
que de pronto crepitara. Sé que el nacer es
eterno.
Las orillas, desgarrándose, me muestran un mar
enhiesto.
Las antorchas no están solas, sino anegadas de
sueños:
renacemos en sus pies, en un colérico incienso;
en sus estambres de luna confluyen signos y
besos,
misas heladas, carne hecha de claridades e
insectos,
contradicciones en flor, suma de seres inciertos
que desconocen la sed más exacta, en un proceso
de árbol que no retrocede, de zoología en vuelo.
Así, las ruinas preceden al ave, pero en su
adentro
son ave ya, iniciación de esperma, y el alud,
recto
como el vino, erradicado, introduce en el
infierno
sus manos ardientemente nevadas. Todos los textos
se subvierten en la fiesta de los días. Los
ocelos
de los ríos ven caballos de luz, almas lengua,
reos
que agonizan entre nombres. El principio es
movimiento
que se enfría, que persigue en sí el durísimo
cero
de que está hecha, como el sol, el agua del universo.
El principio es escarcha cansada, pájaros
ardiendo,
locomotoras sin lluvia, islas sólo mar o fuego,
grito de hombres recluidos en su propio
nacimiento.
El principio, en fin, es carne: soledad hacia el
concepto.
Ya no hay nudos en el humo. Todo el aire es un
poliedro.
Los astros roban la luz y la llevan hasta el
seno
de la tormenta más roja. Se yergue el río con
gesto
de insomnio y la flor se vierte y se saben
nuestros dedos,
apoyados en la bruma, en tránsito, más ligeros,
más cercanos a sí mismos, como si el largo
lamento
del mundo se hubiese hecho piel. Dilatado mosto,
heno
del que se nutren las sombras, en el respirar
abierto
que quiere ser himno, casa en constante
crecimiento.
Las enfermedades, peces; los abismos, oro
hambriento
o abolido; la persona, estallido de agua, sexo
que disecciona o ríe, ira de pulmones, ser
opuesto
a la nieve, albacea de la ausencia, siempre
cieno
en erección, del que nacen lunas, cometiendo
incesto
con el frío, penetrando en el polvo inconexo
de los días siempre iguales, para averiguar si
es yermo
el latido, si hay muerte realmente, o sólo
cielo.
(Poema V de La ordenación del miedo,
Trujal, 1997)
[HA VENIDO LA MUERTE...]
Ha venido la muerte: era una furgoneta o un
gorrión. Un sudor blanco ha encendido la piel donde se resquebrajaban las
horas, la barba constelada de silencio, los cuchillos con que inscribía mi
desaparición en la corteza del sueño.
Le he chupado la lengua a la muerte: es áspera y
morada. Mis papilas han tejido con sus papilas un cañamazo de sombras. He
dejado en la mesa el lápiz, el cuerpo, lo que tuviese en los ojos, para abrazar
con más fuerza su helado fulgor. Y he sentido miedo.
La muerte comparece siempre que paseo, que
mastico, que copulo, que llamo por teléfono, que muero. La muerte tiene treinta
y ocho años y las manos con que hago la cama, con que me lavo los dientes, con
que doy cuerda al reloj, con que ordeno mis libros, con que escribo, en este
instante, las palabras del poema. La muerte me respira cuando hurgo en las
ingles tibias y anochecidas. La muerte habla el idioma de las células y los
planetas. La muerte vacía los espejos e interrumpe los huesos. La muerte, como
una flecha disparada contra un agua infinita, atraviesa el bosque de las cosas
y se clava en la irrealidad de las cosas. La muerte bautiza a los hijos y
devora sus nombres. La muerte se llama Eduardo.
Me acuesto. Oigo el oxígeno, que resuena como
una chapa golpeada por las sombras. La respiración habla, como la piel, y ocupa
el espacio en que me desvanezco. El corazón habla, también, y respira, flor
encarcelada, con apenas esa pausa de silencio que sutura el redoble
interminable, la sepultura interminable. Lo sé ahí, en la cripta de la carne,
bajo la techumbre ósea, alimentando este extravío, el letargo que nos mueve, el
gélido adentrarse en la noche del tiempo; me insta a seguir, pero me recuerda
que me disipo. Y me asombra que exista, su luz inaccesible y mansa, su
oscuridad febril, el ritmo que es sólo e insólitamente ritmo; y me asombra
existir: este mecanismo triste, pero entregado, sin porqué, al mundo.
Nacen, de pronto, los muertos: en la mesa del
restaurante, en el escarabajo que se esconde entre las raíces de un árbol, en
el perro que defeca junto a una tapia casi vencida, en el cielo. Y me miran,
como si quisieran conducirme al fuego exhausto en el que reposan. Me mira el
padre, cubierto por la hiedra de la fragilidad, cuyo ojos son pelotas de dolor
que arriban, descabaladas, a mis manos. Me miran quienes confiaron en mí y
fueron traicionados, quienes me vieron plantar la semilla de la ira y me
entregaron después el fruto de la ira, quienes consumieron su amor en mis
hogueras. Me miran hombres y mujeres convertidos en pájaros negros que
atraviesan un aire negro. Me miro yo, desde el barro de mí, arrasado de perecimiento,
carne en lo que carece de carne, corazón azotado por la conciencia, consumido,
por el miedo, hasta la desencarnadura. Mis ojos serán también un destello
lúgubre cuando otros caminen por estas calles que me impregnan de polvo y
obscenidad, o cuando se pregunten por qué arde el sol o por qué nos baña el
tiempo o por qué olvidamos a quienes hemos amado. Mis ojos, talados, mirarán a
los vivos y harán más exactos su náusea y su latido.
La muerte es el pájaro que se posa en la rama,
la mano del niño sin el niño, las pupilas abrasadas por la nieve, el exilio del
oro, el oro languideciendo en un turbión de labios y explanadas, lo
incomprensible.
La muerte es una rosa triste en el centro de la
sangre.
(Poema XX de Las horas y los labios, DVD,
2003)
Recogidos en: Eduardo Moga. Selected poems. Ed. Shearsman Books. UK, 2017
Ilustración: A. Rafols Casamada
No es indispensable saber para sentir,
ResponderEliminarpero, para de verdad saber,
es necesario sentir.