[OCUPO UN PUNTO QUE SE PIERDE...]
Ocupo un punto que se pierde
en la insignificante sucesión
de puntos que me forman.
Soy lo que se ha ido, lo que se hace instante
y se hace piedra, lo que me amamanta
y me succiona: un punto más
en la fuga del ser, en la demolición
del latido. Y veo estas manos
que escriben,
los dedos que moldean el silencio
y lo transforman en silencio humano.
Reconozco los ojos que me miran
desde el cristal, velados por una niebla
ardiente:
corren, inmóviles, como si huyeran
del cuerpo, o careciesen
de él; quieren detenerse, pero gritan
y se ennegrecen,
y abrevan
en ácido,
y se consumen
en el desorden y la simetría;
producen tinta:
son tinta, y pugnan por que todas
las noches sean una sola noche.
Y arde la noche,
desde cuyas profundidades
observo
el caer de los cuerpos,
y me
sumo a él:
glándulas y ataúdes y murmullos
que circulan por este deshacerme
en el que estoy
recluido; afectos
diseminados
como metralla
por un impacto irresistible;
gavillas
de espectros
que corroboran
la nada.
Ni siquiera conozco mi pasado: es un cuerpo
ajeno el que se hospeda en mi cuerpo y concibe
el poema; son otras hebras las que componen
el ininteligible
tapiz del ser, el tabernáculo
salobre de la madre, el aire
virginal que es membrana
del mundo, piel en la que desemboca
mi piel, y besos
que escuecen,
pero silíceos:
besos como regatos.
El árbol no es: su copa imita el gesto
del agua yéndose, y los pájaros
que lo coronan sobreviven
en la frontera
sin líneas de lo fluido.
Huye su masa:
su movimiento es su quietud;
y huyen también mis ojos,
que tiemblan
con su temblor
de suceso
limítrofe,
con el tumulto efímero de su musculatura.
Tampoco existe el banco
que veo, ni la injuria de la luz,
ni la espadaña próxima, arqueada
como un cisne: todo es vislumbre de la muerte,
renovada obsesión de la materia
por exhalar su polvo
y su indiferencia.
Lo que está niega el mundo,
pero es el mundo, y su presente
es memoria: un oasis de átomos,
médula apenas médula, entidades amándose,
o fugitivas. Veo el aire,
y lo que rompe el aire, y a mí viéndolo;
y la carne abandona
su sede,
y el tiempo
envejece, y madura el sucinto coágulo
que es desaparecer. Mis ojos ven
lo que seré: un cadáver, como ya
soy, pero exento de lenguaje,
privado
de esperma y de sol; algo
nonato,
desechado antes
de concebirse; una partícula
de este futuro que se ofrece
hoy, seminal,
con zarpazos de jade y de ceniza.
Y en esta percepción me adenso,
frío como la pez,
mientras percuten, a mi alrededor,
los objetos nacientes,
o los que dejan
de ser.
(Poema IX de Cuerpo sin mí, Bartleby,
2007)
[ESTOY AQUÍ, PERO ME ALEJO...]
Estoy aquí, pero me alejo. Pesan las vísceras,
los calendarios. No obstante, me aparto de quien soy: de quien da sorbos a la
cerveza, de quien lee con desgana el periódico, de quien ve envejecer al mundo
y se ve envejecer con el mundo. Me miro los pies sarmentosos, apoyados en un
escabel fatigado, y no sé a quién pertenecen. Los pies quieren escapar, hartos
de entroncar conmigo, o de ser mi desembocadura. Y lo que digo enmudece: no se
posa en el borde de los muebles, ni en las hojas de los plátanos [que aletean,
encadenadas a un viento púrpura], ni en las cosas cercanas y remotas; por el
contrario, vaga sin fe en los sonidos, sin esqueleto que informe su enunciación
—o con un esqueleto laxo, espina apenas de sus llamas—, y se exacerba entre
rosas, o esparce sus enigmas, o se aferra al pecho de lo sido, al dolor con el
que zigzagueo entre mis ruinas palpitantes.
[Soy consciente de mi deriva. Las palabras
asoman sin que medie la voluntad: son coágulos fluviales o acelerados remansos
de sangre, que a veces se agrupan en nebulosas o en ascuas oscuras. Me avengo a
su impulso: lo busco. El lápiz no corre tan deprisa como el lenguaje. Se han
diluido las orillas del pensamiento —que no es razón, sino acuidad ardiente— y
lo dicho fluye sin previsión, pero con justeza. A veces me detengo (de hecho,
me ha costado rematar lo escrito entre guiones; intento, durante los frenazos,
que los adjetivos, siempre acechantes, no graven la frase, su tiritar de cosa
brotada), y entonces siento la pausa como un corte: procuro distraerme —afilo
el lápiz, hojeo un libro (acabo de hacerlo con la poesía completa de Manuel
Álvarez Ortega), busco cualquier pretexto para salir del despacho y eludir el
silencio que me ahoga: voy a por un vaso de agua; me masturbo, cautelosamente,
en el baño; enciendo un momento el televisor y repaso todos los canales, hasta
dar con el programa más idiota (acabo de ver a Nadal ganarle un juego a Seppi
en su partido de la eliminatoria España-Italia para evitar el descenso del
Grupo Mundial; como si descender del Grupo Mundial tuviera alguna importancia.
Nadal se sujeta la melena con una cinta amarilla, que combina con el granate de
su camiseta Nike; Seppi, por su parte, viste de azul y blanco, como se espera
de un jugador transalpino. Cuánto pesan los símbolos: más que las ideas que los
sustentan. Se recubren con galas aparatosas, fabricadas en alguna maquila
tailandesa, como los neanderthales se cubrían con pieles que les hicieran
parecer más corpulentos para acudir al combate contra los clanes vecinos);
hecho lo cual, regreso a mi mesa y empuño otra vez el grafito— y recuperar el
aliento de la elocución, la fluidez articulada con que las palabras se acoplan
en la página. No sé cómo lo logro, si es que lo logro. Los mecanismos de la
dicción —y del pensamiento— se activan, en buena medida, al margen de la
voluntad: algo hierve, helado, insumiso como el barro, exacto como el barro;
algo sugerido por un aroma pasajero, o por una incisión de la luz en el ala de una
paloma, o por el recuerdo de un pecho acariciado].
Lo que tengo no es mío. Y quien lo tiene no soy
yo. Me constituyen los relatos que compongo para consolarme, la sangre de lo
que imagino, lo no nombrado, el olvido. Pero ni siquiera eso forma parte de mí:
me lo arrebata la lámpara que derrama su linfa sobre la mesa en la que me
derramo, el miedo que me fortalece y me estraga, los besos y los ojos y los
fantasmas que respiran conmigo y que expirarán conmigo. No revelo lo que he
aprendido: que ya no estoy aquí; que el tiempo se desmigaja como una mucosa al
sol. Mis brazos ocupan otros espacios, en los que deposito mi soledad y mi
semen. Mi lluvia es otra lluvia: un agua arrancada al tiempo, cuyas gotas
dibujan mi rostro y la huida mi rostro. Mis órganos se han vuelto nieve, que
cae como un plasma abrasador, hermético en su dispersión; o limaduras de plomo,
que hieren a cuanto acarician, o que se hieren a sí mismas.
[He mirado dos veces el reloj en los últimos
cinco minutos: es una mala señal. Me duele el cuello. No sé si he hecho bien
tomándome un schnapps de limón. Es raro que beba alcohol fuera de las
comidas].
Quiero oír el embate de la sangre, como si
rompiera contra un talud de sombra. Y la piel como una detonación. Y
superficies que se yergan con el tronar de los labios. Y uñas que se
estremezcan al pertenecerme, que ladren y florezcan y se insubordinen, y que
luego, en su quehacer diario, recuerden lo pétreo del beso, lo infundido de
amor. Quiero que las cosas ocurran por primera vez.
La tarde amenaza lluvia. El vidrio presiente la
llegada del agua y se adensa en su transparencia, como si ya lo intimaran dedos
serpenteantes. Oigo un retumbar: ¿cruje el cielo? ¿Chirrían su topacio y su
humedad? Oigo trepidar a los pechos amados, y a mi propio pecho, en el que
advierto el florecer de la senectud: los músculos lacios, el vello tintado de
blancura. Los pechos que acaricio son las manos con que los acaricio. Oigo la
violencia que subyace en lo naciente.
No escribo el poema que estoy escribiendo.
Preveo que encanezcan los engranajes, que disientan los teléfonos, que se
apaguen las sienes: que se archive el mundo, como los álamos que entreveo,
sometidos a una lluvia semejante a sal. La descarga se ha producido, por fin:
estornudo de sombra y plata. Pero no aplaca a la realidad, sino que la excita:
la alimenta de un agua exultante, como una desbandada de luciérnagas. El poema
me contempla, asombrado: yo soy sus signos; yo, su negrura y su alabastro.
Me alejaré aún más. ¿De quién es este estómago y
su querella? ¿De quién, la tendinitis que me atormenta? ¿De quién, el ansia por
que mi fuego se transfunda en otros fuegos, por alearme con otra carne, por
aliarme con otro yo? ¿A quién pertenecen los ojos con los que leo lo que no he
escrito? ¿Por qué enmascaro lo que digo, diciéndolo? ¿Por qué me sojuzga la
identidad?
[Veo, de soslayo, esperándome, la columna de
libros que integran la poesía completa de A. F. M., y que me he comprometido a
reseñar para el libro-catálogo que el Gobierno de Aragón está preparando en su
memoria. Me pasma su capacidad para concebir imágenes. Sus ideas tienen forma y
color: son bestezuelas zaheridoras como libélulas. Aunque a veces me gustaría
que fueran sólo ideas].
¿Qué hago en esta casa, en esta piel?
(Poema IX de Bajo la piel, los días,
Calambur, 2010]
[VUELVO AQUÍ, AL LUGAR DEL QUE NUNCA ME HE
IDO...]
Vuelvo aquí, al lugar del que nunca me he ido;
aquí, donde el terror se alía con la inocencia, y las manos no tienen otra cosa
a la que aferrarse que las propias manos; aquí, donde el ojo interroga a la
página, y vuelca en la página cuanto ha apresado, y vierte la tinta espectral
de los años, y el oro podrido de las cosas, y el zumo de su propio cristalino;
aquí, donde los objetos, huérfanos, se preguntan qué forma revestirán, o qué
temblor seré capaz de conferirles; aquí, donde soy, escribiendo, y me abraso,
escribiendo, aunque se haya borrado mi nombre, y vague por los despeñaderos de
la ignorancia, y el cuerpo se llene de explosiones silenciosas, de días átonos.
Vuelvo a la vecindad de los papeles. Me observan
cosas que podrían ser, pero que pasan, sin cuerpo y sin resplandor. Claman por
la lengua que las diga, pero perecen en la inexistencia. Se asoman a mí, con
turbulencia germinal, pero concluyen: antes de disiparse, antes de amar. El
polvo podría ser piedra; la transparencia, oscuridad; lo que reconozco podría
reconocerme. El mundo posible me aplica su ley: si duerme en el barro, me
embarra de pureza; si muere, también yo muero; si alcanza a vivir, me destruye.
Veo un promontorio que no es un promontorio, y una casa que ha sido demolida, y
una luz que ennegrece. Veo gestos sin movimiento, noches sin madrugada,
sinrazón sin irracionalidad: nombres que no designan, o que encarcelan. Me veo
a mí, manoteando en la incertidumbre, para abonar la incertidumbre, atrapando
lo que sobrenada en el tiempo, con hambre de signos y de prodigios: creando
para crearme. Veo, aunque me haya arrancado los ojos.
Estoy aquí, encajado en mi tórax. Siento el peso
tímido de los testículos. Esparzo en el polen el polen de mi muerte. A mi
alrededor se reúne lo oscuro, abrazado por lo que resplandece. Quiero coger el
reloj, pero se aleja. Me gustaría atravesar el aire, y desvelar lo que oculta,
y eyacular en su herida, pero me intimida su impenetrabilidad: su cuchilla
ubicua, unida a otras armas incorpóreas. La pantalla del ordenador no deja de
interrogarme: cuanto más escribo, más ignoro. La goma con la que borraré casi
todas las palabras de este poema descansa en un reposavasos oxidado, que ya he
mencionado en otro poema. [La tecla Supr es otra área del córtex
cerebral: su circunvolución más creativa. En alguna ocasión he acariciado la
idea de componer un vasto poema, integrado por sus sucesivas correcciones,
desde el manuscrito original hasta su versión publicada: un palimpsesto
interminable]. Todo se escuda en su ser, para no ser; todo es su yo inacabable,
que muda jubilosamente en tiniebla; todo se vuelve enemigo, pero sonríe. Y yo
observo su migración como quien contempla el desbordamiento de un río.
Acuden realidades a las que no he dado
representación. [También he pensado en componer un poema enteramente
fragmentario (¿enteramente fragmentario?) con retales no utilizados de otros.
Pero ¿no es todo poema un remiendo, una sucesión de costurones?]. Los
champiñones de hormigón que jalonan los campos de Albania. El barbero que, para
mantener la muñeca caliente, le recorta el pelo a un maniquí de plástico,
sentado en una butaca de la barbería. El perdigón de vidrio de un vaso roto a
muchos metros de distancia, que me impacta en el ojo mientras como en un
restaurante [y que me lleva a pensar en lo milagrosa que resulta nuestra
indemnidad, entre tantas asechanzas del azar]. El móvil que le suena al que
está meando a mi lado, en el lavabo de un antro, y al que responde sin dejar de
orinar. Un verso de Ashbery: As Parmigianino did it, the right hand/ Bigger
than the head, thrust at the viewer/ And swerving easily away, as though to
protect/ What it advertises, que fluye con sincopada nasalidad en la penumbra
de una sala, en cuyo vestíbulo se desarrolla un desfile de Mango [cuando
salgamos del museo veremos a dos modelos, esquemáticas, meterse en un coche de
la organización]. Violet, de la que podría enamorarme. Lara, de la que también
podría enamorarme. La conjetura de que merece la pena vivir —de que el sol es
sangre, y la sangre, ahora, y el ahora, eternidad—, aunque todo se hunda, con
la impaciencia de una ola, en el cráter de la muerte.
Todo se dirige a la afirmación, pero se embebe
en la indiferencia. Todo tropieza en mí, y yo tropiezo en todo. Camino por
lugares que se me ofrecen como alambradas, y que me desgarran como amapolas.
Salgo de casa, piso los minutos, recorro la piel: es una hoguera helada, cuyos
espejismos incorporan matices de antracita o sugieren hipótesis de suicidio.
Hago otros hallazgos en este camino desolado: un puñado de relatos, que
describen mi desvalimiento, a los que me empeño en llamar poemas; el flagelo de
la serotonina; la pesadumbre de ser alguien. Y me sujeto las manos como si
fueran a echar a volar [de hecho, vuelan: se alejan de mí, surcan espacios que
aún no he bautizado, se extravían en la vastedad de lo cercano. Las manos
recuerdan. Por fin, se funden con el lápiz que sostienen]. Todo puja, aun lo
carente de fuerza para ascender: lo que no puede brotar. Discrepo del desorden:
hablo. Escupo sueños: me desangro. Abrazo al viento, a lo ininteligible, a la
tristeza: me abrazo a mí. Y persevero en la senda que he elegido [Two roads
diverged in a wood, and I—/ I took the one less traveled by: recuerdo a
Danny recitándome estos versos de Frost, mucho antes de que quisiera ser
poeta], que serpentea por países nocturnos, y que iluminan lunas desprendidas
de sus cielos. Me rodea lo que no ha existido: lo nunca oído. Pero narro. Pero
grito. Deshojo sustantivos, y me desequilibro, pero ese desequilibrio me
sostiene. Atiendo a las ecuaciones de los sentimientos y a los borborigmos de
la razón: soy mortal. Todo se yergue, aunque perezca. Y sobrevivo, fugazmente,
en la duda y la alegría.
(Poema XXXI de Bajo la piel, los días)
Recogidos en: Eduardo Moga. Selected poems. Ed. Shearsman Books. UK, 2017
Fotografía de Juan Sánchez Amorós
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