La muerte es un nacer hacia dentro. Al
principio del documental sobre mi taller de poesía El Gran Poema de Nadie
digo: “El Gran Poema de Nadie es el suicidio del autor, éste se sacrifica en
las palabras encontradas en la basura por ‘los otros’, esa fue la intención
desde un principio: dejar que las palabras asesinaran al ‘autor’ para que de
sus cenizas surgiera el poema de ‘los otros’, para que de su muerte entre las
palabras encontradas en la basura, ‘los otros’ crearan El Gran Poema de Nadie,
el poema de todos ”. Años después, al inicio de Los libros suicidas
(Horizonte árabe), en ‘Una escritura suicida’, escribí: “He intentado que
los poemas de este libro mantengan cierta intensidad, o tensión, que percibo en
algunos de mis poemas más logrados publicados anteriormente. Y digo percibo
porque es como si alguien estuviera escribiendo ‘a través de mí’. Una vez
terminado el poema, siento que ha muerto ‘ese ser’ que escribió, o me hizo
escribir, el texto. Es una sensación extraña: un otro que hay dentro de ti
nace, se hace y muere cuando el texto termina. Ese otro desaparece en la
amnesia de mi Yo. Lo busco, intento recordarlo, y no hay forma de encontrar ese
otro que muere con el nacimiento de la escritura; en este sentido es una
escritura suicida. Y, a pesar de reconocer rasgos de mi propio Yo en el poema,
es como si ese Otro los hubiera tomado prestados por una necesidad perentoria
de mantener la respiración de la verdad en la escritura, pero no porque sea yo
sino porque ese Otro, ‘escriba’ supremo, invisible y sin identidad, es
condescendiente conmigo y fragmenta mi biografía, escogiendo, seleccionando, lo
que le parece relevante para que la música prestada de una autobiografía
impersonal llegue a los lectores como si fuera ‘su biografía’ (2015)”. En estos
dos textos están las claves de toda mi poesía. Ahora, con La noche de Europa
(Los poemas Facebook), cierro un ciclo de más de 40 año publicando poesía.
Releyendo en español un escrito de Martin
Heidegger, que primero leí en francés, La pauvreté / La pobreza (1945),
he comprendido que la muerte es un nacer hacia dentro, hacia el cero de nuestra
vida, hacia el centro anterior a toda escritura. Dice Heidegger en un momento
dado que la poesía busca “el centro de un círculo cuya periferia no está en
ninguna parte”. Sería largo de explicar esta imagen, y complicado: el prólogo
de este libro tiene 65 páginas en francés y el texto de Heidegger en alemán era
de solo 12 páginas; o sea, que la complejidad del texto es muy grande. Pero yo
me atengo a lo que entiendo, o más bien a las imágenes que me sirven para
explicar mi propio proceso poético. Y es que esa imagen de “un centro cuya
periferia no está en ninguna parte” es para mí muy potente porque el centro es
lo que he buscado siempre y, al final, he descubierto que ese centro de toda mi
vida y mi obra es el deseo de volver a vientre de mi madre, antes de nacer,
cuando la felicidad era absoluta. El resto, 40 años escribiendo, amando,
haciendo proyectos, leyendo y reflexionando es ese círculo invisible, esa
“periferia que no está en ninguna parte”; algo así como el territorio español
conocido como La Mancha, que nadie sabe muy bien sus límites, pero su centro es
un punto mítico, un lugar entre la realidad y la ficción creado por Miguel de
Cervantes, el lugar del olvido.
Leyendo el manuscrito de la biografía
literaria que está escribiendo sobre mí Amador Palacios me he esforzado en
tratar de entender el por qué y para qué de todos mis esfuerzos por hacer una
obra, por vivir de una cierta forma. La respuesta la he encontrado en ese viejo
texto de Martin Heidgger, La pobreza. No se trata de la pobreza material sino
de la pobreza como vía para llegar a la riqueza espiritual. Por lo tanto,
quizás todos mis esfuerzos hayan merecido la pena, por mediocres que fueran a
veces los resultados, pero ha llegado el momento de parar, de no escribir más
poesía, de fundirse en lo poético que está siempre presente en el mundo que nos
rodea.
No es de extrañar, pues, que si en Occidente,
según Heidegger, desde el mismo siglo XVIII (el supuesto Siglo de la Luces) los
poetas ya vieron que “la noche del mundo” extendía sus tinieblas, esa oscuridad
que nos llega hasta este siglo XXI, ahora nos volvamos a preguntar: ¿y para qué
poetas en tiempos miserables? Pero sobre todo, y ya a nivel exclusivamente
personal, para qué alargar la agonía poética en tiempos tan revueltos como los
nuestros, unos tiempos que están más necesitados de nuestra solidaridad que de
nuestra poesía, de nuestro llanto más que de nuestro canto.
Dejar de escribir poesía no es una tragedia,
se puede vivir poéticamente, convertirse uno mismo y el mundo que te rodea en
poesía sin tener que escribir un solo verso. Quizás eso es a lo que aspiro
ahora: a que teniendo en cuenta que la poesía está en plena expansión hay
muchas otras formas de vivir la poesía, aunque yo ya no sea ese poeta poseído
por ella.
Cuando la poesía deja de iluminarte, de
iluminar el mundo de las cosas que te rodean, uno cae del lado de la sombra,
del lado sombrío de sí mismo. En esta oscuridad constante el poeta busca la luz
de la poesía, pero es inútil forzar esa iluminación a través de ejercicios de
estilo, de conocimientos razonados, de sistemas racionales que puedan expulsarnos
del lado oscuro de nuestro propio ser.
Llega un momento en el que hay que dejar de
buscar la poesía porque no la encontrarás sino negándola, dejando de escribir.
Entonces, cuando ya la poesía en ti ha muerto, empiezas a percibir que ésta
está viva en casi todo lo que te rodea. Desde un crepúsculo hasta el vuelo de
la última mosca del verano pueden ser poesía, pero entonces esa poesía ya no
necesita tus palabras para ser expresada. Has dejado de ser poeta, eres la
poesía del mundo y ya nadie ni nada te desviarán de ese goce silencioso que es
no escribir sino mirar y participar de la belleza en estado puro, y lo
celebrarás porque tú serás parte del mundo y el mundo será parte de tu yo sin
que las palabras se interpongan. Entonces podrás decir con alegría: “¡Maldita
sea, la poesía me ha hecho un desgraciado!”.
Dionisio Cañas. La noche de Europa. Ed. Amargord, 2017
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