[EL PAISAJE ES UNA LENTA MASTICACIÓN DE
PIEDRA...]
el paisaje es una lenta masticación de piedra.
Salgo a la calle y veo sus claroscuros diamantinos extenderse por los muros de
la iglesia, por los castaños que se mecen a su puerta, por el silencio. Cuando
el camino termina, la piedra se descabala, se insubordina como un fluido,
estalla en aglomeraciones laxas, en filamentos exasperados. La piedra es una
marejada silícea, que se amansa en los sembrados y se geometriza en las casas,
tras conocer todas las manifestaciones de la efervescencia: la lujuria
domesticada de los campos de labor y la vehemencia agraz de lo infértil; los
meandros con que los ríos penetran en lo impenetrable y el oasis alborotado de
los peñascos. Un tumulto equivalente zarandea al pueblo: los ajimeces parten la
mirada; las dovelas espumean en blasones; un edificio municipal,
descascarillado como una mala dentadura, interrumpe la floración del granito.
Y, coronando el hervor, el vuelo inmóvil de los cirros. La piedra entra en mí:
irradia una luz coriácea, que me conduce al interior muelle de la materia. Nado
en la piedra, que me cubre como una mano, y advierto intersecciones
cartilaginosas, cicatrices que me besan, depósitos en los que convergen mis
flemas y mis equivocaciones. ¿Este hombre que pasa a mi lado, con su gorra
campera y su bastón, ve la misma piedra que yo, las mismas nubes desarraigadas,
el mismo azul devastado por el sol y las avispas? ¿Siente, como yo, su rayo de
penumbra, su serpenteante quietud? ¿Oye en la piedra el eco fulgurante de su
reblandecerse? Mis venas son las venas de la piedra, por las que circula una
linfa negra, un rumor de oro; también lo es mi piel, tintada por un viento como
una gumía. La piedra se mueve; yo permanezco. Las sombras que segrega me
iluminan.
(De El desierto verde, El Gato Gris,
2011, y Editora Regional de Extremadura, 2012)
[LOS INCAPACES DE
SILENCIO...]
Los incapaces de
silencio: imbéciles. Los sojuzgados por su yo, a cuya animalidad imperiosa
entregan sus horas y su energía: imbéciles. Los que tragan polvo tras una
imagen de circonio y escayola, y se agreden por encaramarse a una paloma de la
que tira un burro: idiotas. Los que rezan cinco veces al día, y dan siete
vueltas a un meteorito, y creen que setenta huríes eternamente vírgenes les
esperan para que gocen de sus cuerpos cuando ya no tengan cuerpo: más idiotas
todavía. Los que se atrincheran en el uniforme para no enfrentarse al abismo de
la desnudez: estúpidos. Los que gritan en estadios, o aplauden en platós, o
votan en elecciones: borregos. Los que reprueban a quienes gritan en estadios,
aplauden en platós o votan en elecciones: zotes. Los que creen que el amor es
para siempre: memos. Los que creen en las palabras: los campeones de la
estupidez. Las que se cubren de los pies a la cabeza para no excitar la
impudicia del varón: burras. Los que escriben poemas para consolarse del mundo:
majaderos. Los que sostienen que un poema que no se entiende es un mal poema:
lerdos. Los que creen que las cosas existen más allá de la representación de
las cosas: mentecatos. Los que opinan que decir las cosas crea o transforma las
cosas: asnos. Los que están seguros de que ETA, con la complicidad del gobierno
socialista, cometió los atentados del 11-M: retrasados mentales. Los que creen
que el premio Planeta es un premio literario: tarados. Los que se alargan el
pene, o se aumentan los pechos, o se agujerean las orejas o el clítoris:
estultos. Los que escriben porque así satisfacen las expectativas de su padre,
o redimen a su padre, aunque se condenen ellos: imbéciles redomados. Los que rebuznan
nacionalcatólicamente en las covachas televisivas del filofascismo:
subnormales. Los que, cuando se encuentran ante una opinión unánime, no sienten
la obligación moral de discrepar: mamelucos. Los que predican la unidad de la
patria, tanto si ya existe como si quieren que exista: pendejos. Los que
berrean que los inmigrantes tienen la culpa, y los que se enfadan por que se
diga que los inmigrantes tienen la culpa, o cualquier otra necedad: obtusos.
Los responsables bancarios que han concedido hipotecas ciclópeas a inmigrantes
con un sueldo exiguo y el aval de un familiar: criminales. Los inmigrantes que
han suscrito esas hipotecas, sin saber qué era un aval, ni apenas una hipoteca:
zoquetes. Los que dicen «el piloto se rompió su mano», como si pudiera romperse la de otro: analfabetos. Los que
cometen la grosería del entusiasmo: badulaques. A los que les gusta Raphael,
Belén Esteban, José Mourinho o José Luis García Martín: tarugos. Los que
componen enumeraciones, con la esperanza de que las enumeraciones compongan el
poema: tontos de capirote. Los que se afanan por adquirir seguridades, cuando
la única seguridad es la muerte: beocios. Los que se van de putas: zopencos.
Los que celebran la adhesión, la adscripción, la profesión, la doctrina, la
certidumbre de la jefatura, el calor del establo: lelos.
(De Insumisión Vaso Roto, 2013)
ELOGIO DEL JABALÍ
España
es una viña devastada por los jabalíes del laicismo
Benedicto
XVI, Obispo de Roma, Vicario de Cristo, Sucesor del Príncipe de los Apóstoles,
Príncipe de los Obispos, Pontífice Supremo de la Iglesia Universal, Primado de
Italia, Arzobispo y Metropolitano de la Provincia Romana, Siervo de los Siervos
de Dios, Padre de los Reyes, Pastor del Rebaño de Cristo, Soberano del Estado
de la Ciudad del Vaticano y, hasta 2006, Patriarca de Occidente [Joseph
Aloisius Ratzinger, Inquisidor General entre 1981 y 2005]
Ha venido a restaurar la viña devastada por los
jabalíes. A mí me gustan los jabalíes: su salvajismo sin ambages, su ferocidad
rectilínea, su despreocupada aceptación de lo que son; y me gusta su cabeza,
sola o cubriendo una rebanada de pan con tomate. Los recuerdo en Azanuy, cuando
los cazadores los traían de la sierra, abatidos, y los colgaban de un gancho en
la calle, a la puerta de sus casas, para que admiráramos su proeza. Allí se
quedaban los suidos, flojos como títeres sin hilos, con la cabeza derrengada y
un boquete en la tripa, circundado por una sangre que olía a romero, y el morro
entreabierto, por el que asomaban los berbiquís pavorosos de los colmillos y el
triángulo rusiente de la lengua. Y yo sentía, en aquella fuerza descabalada, la
representación de mi propio fracaso: la vulnerabilidad de los músculos y las
justificaciones, la endeblez de cuanto edificamos para protegernos, el
esqueleto de la nada. Los jabalíes devastan los sembradíos, es cierto, pero
solo para alimentarse o esconderse: su acción es individual, o, a lo sumo,
familiar; lo cultivado, en cambio, exige el sacrificio de muchos, no siempre
partícipes de su provecho, y se alimenta de mierda, y estraga la tierra que lo
amamanta. La voracidad del jabalí no es superior a la de la viña: aquel come
para sobrevivir, en una tarea exigua y singular; esta esquilma el suelo,
consume recursos y esperanzas, e irroga a la naturaleza los perjuicios de la
explotación intensiva, y a los hombres, los de la propiedad privada. El jabalí
es lo entero, lo beato, lo axiomático: el jabalí se comporta como un cerdo,
porque es un cerdo: no lo disimula, a diferencia de la viña, que procura una
devastación más sutil: la que se camufla en arquitectura; la que justifica una
ebriedad metafísica. La viña es lo alquímico, el artefacto, lo dual: lo que
desmineraliza lo real, la solidificación de una entelequia, el bálsamo de la
borrachera. Los jabalíes consumen lo que ven: vides, batracios, planetas. Y lo
hacen hincando el marfil negro de sus incisivos en la carne del aquí, en la
evidencia de los pámpanos que cuelgan o del sufrimiento que nos ahoga, de la
tierra que se traga los cadáveres y la lluvia, o de la ausencia que se traga a
los hombres. Las viñas crean el fantasma del orden, el alivio sonámbulo de que
haya fruta o vino, la ceguera deliberada de que las estrellas envejecen, y los
afanes son insignificantes, y lo eterno, provisional. No hay jabalíes
ensoberbecidos por la humildad, ni partidarios de una eternidad insoportable
[«Rechaza otro existir, tras consumida/ mi ración de este guiso indigerible./
Otra vez, no. Una vez ya es demasiado», escribió felizmente Fonollosa], ni
catecúmenos de laboriosos mistagogos: sus misterios son los de la viña, los de
la vida. El lenguaje de los jabalíes es un lenguaje cazcarriento, engualdrapado
de pelo, sin otro propósito que el de ser jabalí, con la debilidad propia de su
vigor irracional, con la tragedia de tener cuatro patas y una muerte, con el
dolor de las pezuñas cuando huye y el placer del falo cuando se aparea, es
decir, cuando se asegura de que haya más devastadores de viñas, menos códigos
sembrados, menos refutaciones de que el hambre es solo necesidad de energía, y
el corazón, un músculo momentáneo, y la trascendencia, una invención del miedo;
y de que el infinito existe, y se llama jabalí. El jabalí no se compadece:
actúa, según lo que perciba, con toda su irrelevancia y su grandeza, con su
plenitud y su animalidad. El jabalí no atribuye significados morales a los
hechos de la naturaleza, ni, por lo tanto, cercena la vastedad de lo posible
con la chirla de sus limitaciones. El jabalí no establece metáforas maniqueas,
ni se pronuncia contra otros hijos de la creación, ni otorga carácter objetivo
a la presencia de un mal que solo existe en su conciencia. El jabalí no
banaliza el amor, generalizándolo industrialmente. El jabalí es paciente, no
tiene envidia, no presume ni se engríe; no lleva cuentas del mal, porque no conoce
el mal: porque el mal no le ha sido impuesto; el jabalí no se alegra de la
injusticia, sino que goza con la verdad de su ser devastador, de la viña
devastada, de su saludable devastación. Y no tiene miedo: reacciona, pronto al
combate o a la huida, sin considerar la humillación del premio ni la
desproporción del castigo, sin reconocer siquiera la infamante existencia de un
juez. El jabalí no reprende, no adoctrina, no episcopa, porque el tiempo es esa
viña que devora, el presente de esa viña mortal, que enciende de vida sus
entrañas. El jabalí no se engaña, ni obedece, ni se transustancia: solo mastica
los granos de uva con la certeza de que ese alimento es su presente y su
eternidad. El jabalí no ha sido domesticado, ni conoce la afrentosa logomaquia
de la enología, ni bebe de otro cáliz que el cáliz de su pecho ancho, y su falo
incisivo, y su irreprochable fragilidad. El jabalí, a diferencia de la viña,
depende de sí, de la astucia con que sobrepuje al viticultor, sin su salmodia
agropecuaria. La viña, en cambio, late con una armonía impostada: la del
designio, el mismo que impele a los teólogos y a los chamarileros. Es
reconfortante embutirse en la coraza del orden, inocularse razón. Pero es la
razón de los manicomios, adicta a las benzodiacepinas eucarísticas, como si la
realidad fuera algo distinto de lo que podemos aprehender, como si la locura
necesitase de una exégesis que la atemperara, como si debiéramos aplaudir que,
en lugar de un roble, o un volcán, o nada, haya ingeniería, o arcángeles, o
vida. Los jabalíes observan un comportamiento sociable, que incluye relaciones
intergeneracionales solidarias, como que los escuderos, los ejemplares jóvenes,
acompañen a los macarenos, los más ancianos del grupo, para aprender de su
experiencia, a cambio de sus cuidados; los jabalíes son afectuosos y abnegados
con su prole; aman a las jabalinas con denuedo, hasta olvidarse de comer;
entierran semillas y esponjan el suelo al hozarlo, en busca de tubérculos o
lombrices, favoreciendo que se humedezca y, por lo tanto, que germine; ayudan a
controlar las poblaciones de roedores, insectos y larvas perjudiciales; y
mueren con violencia, y hasta con crueldad, a manos de los cazadores, muchos de
los cuales son católicos. Los jabalíes son moralmente superiores a los católicos,
que abandonan a sus mayores en asilos pestilentes o en gasolineras de
autopista, maltratan a sus hijos o sus mujeres, y cometen adulterio o fornican
con rameras o compañeras de trabajo. Los jabalíes no solo comen las uvas de las
viñas: son omnívoros, más aún, son teófagos, y en esto se equiparan a los
católicos: devoran todos los signos de la creación y, con ellos, al creador
mismo. Los jabalíes decoran con sus cabezas —esas que previamente nos han
proporcionado la gloria de su embutido— los vestíbulos de los viticultores, y
nos miran, desde su altura asesinada, con el estupor glaseado de sus ojos de
cristal y su lengua equilátera. ¿Por qué?, parecen preguntar, ¿por qué
cultiváis estas viñas obstinadas, que no tenemos más remedio que devastar, que
os enajenan, recluyéndoos en la quimera de una vida perdurable, en el redil de
la obediencia al padre, con su abominable amor —que os ha condenado a la
enfermedad, a la vejez y la muerte—, envileciéndoos de simetría y de trabajo,
llenándoos de esperanzas inverificables, confinándoos en las fronteras
artificiales de la viña o en la viña sin huríes de ultratumba? Los jabalíes no
se dejan sobornar: no esperan retribución por devastar la viña. Lo hacen porque
han de hacerlo, porque no saben hacer otra cosa, porque es propio y encomiable
y natural que un jabalí devaste las viñas, aunque no sepa que lo hace, ni por
qué: esa ignorancia también es el jabalí. Él morirá, la viña morirá, morirán
también el viticultor y los nietos y los tataranietos del viticultor, todo acabará
muriendo en un aquelarre inconcebiblemente devastador de acontecimientos
siderales, indiferentes a los jabalíes y a las viñas que hayan devastado, como
la conclusión previsible de este transcurso sin otro sostén que la
inestabilidad, sin otra certidumbre que el hombre y el hambre, que el fuego y
la extinción.
Coda
Durante siglos, la Iglesia ha sido el jabalí que
devastaba la viña de la libertad de conciencia y el espíritu crítico. [Aún hoy,
hinca todo lo que puede las pezuñas en el predio de la ciudadanía]. De haber
vivido entonces, habría compuesto un elogio de la viña.
(De Insumisión Vaso Roto, 2013)
Recogidos en: Eduardo Moga. Selected poems. Ed. Shearsman Books. UK, 2017
Piedras paisajes y jabalíes, sin meandros complacientes que los domestiquen.
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