Qué eterno el bosque abisal que levantamos, unos días,
para vivir en él,
y qué tristeza verlo luego en los documentales de La 2
otra vez deforestado, sin tardes, sin rosas, sin orilla de la playa
donde comprobar, sobre unas cañas, el efecto champú
del primer vaso de vino.
Todo muere en esta separación,
crecen las torres de la niebla que ha de volver a ocultarnos,
recobramos deseos que no son nuestros para alimentar el simulacro
de esta forma de vivir consumiéndonos,
huye la ínsula extraña que hemos habitado,
y ya, separados, compartimos la suprema certeza
de habernos perdido en el todo
de unos días, donde, sin avisar, las cosas son de otra manera,
un abismo que puede entonces espantarte o,
en la misma medida,
abrirte a la plenitud del mediodía como un solo corazón,
un buque que maniobra para alejarse de la costa,
igual que nosotros detrás de nuestras gafas de pasta cargadas de noche
y prospectos de conciertos de poetas contra la droga.
La magia está entonces en esperarlo todo
de unos amigos que apenas ves,
de una ciudad que es como la isla de Nunca Jamás,
de un lugar que solo existe abrazado a ellos
y por nosotros,
un cruce de caminos en el que reconocer a los huidos
buscando una patria
que creen existe más allá de las canciones
que la invocan, convocándonos,
en direcciones inesperadas que, de pronto,
son Moguer,
el bar de la Guerra de las Galaxias de Huelva,
el Torrejón y que alguien venga conmigo
que son las dos de la mañana,
el Estado de la Estrella Solitaria
con más estrellas a la salida del cuarto de baño,
un hotel cerca del puente de la Aurora
en el corazón de Uberto
arrasado por varios incendios en el mismo año
y que él apaga como puede,
la mirada de Antonio de Padua
clavada en tres camisetas mojadas de veinte años
que le cantan Violents Femmes
a él que se quedó en Dos Gardenias,
la peana de santos que nos regala Idoia tras una noche para olvidar
lo juntos que estuvimos,
las explicaciones de Francis, con la boca torcida, al segurata del hotel,
mientras blande un vaso roto, sobre su supuesta homofagia,
mientras su compañero de cama
hace las maletas escaleras abajo,
Daniel tragando más saliva que la noche que vendió la moto,
dejó Derecho
y se fue a vivir a Tailandia,
pero con el cerco de la luna más escocío que el culo de un mono,
y, sobre todo,
el baile sobre las tierras puras que nos regaló Paco Cumpián
a ritmo de sitar
cuando ya estaban a punto de bajar el telón del escenario.
Sí, vidas, caminos, direcciones que de pronto bien pueden confluir
en un palacio finamente esmaltado donde se confunde a los amigos
con la propia fábrica del edificio,
donde ves qué fácilmente podemos reducirnos a la unidad,
a una elemental armonía que casi da risa reconocerla
por debajo de todas nuestras fatigas,
nuestro tedio diario,
nuestra incivil separación del cultivo de lo sencillo.
Así fuimos, vagabundos, erráticos,
niños perdidos en nuestros propios sueños,
juntos de la mano como perros viejos olisqueando el orín nuevo
de las cuatro esquinas del mundo.
Gente mágica, mis amigos los poetas,
caminando por las calles de siempre
aunque sobre ellas,
hace tiempo que alguien borró la armónica geometría de lo diverso
y dictó
cuál era
el único sentido
de nuestra vida
en la Tierra.
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