FIN DE FIESTA
Matrimonios al borde de la destrucción
se
toman de la mano mientras bailan sus hijos
en
la fiesta fin de curso.
Llevan
años haciendo
cada
junio lo mismo,
pero
ya no es igual.
Lo
intuyen cuando observan a los padres
de
los cursos más jóvenes.
Callan
luego un momento,
y
empiezan, junto al resto, a cantar otra vez.
Saben
que la batalla está perdida,
pero
que aún es posible
disimularla
un poco.
La
luz de los veranos.
Recuerdan
sin querer la euforia
cuando
los hijos eran niños
para
padres sin fin.
Cuando
sus nombres
estaban
todo el día en nuestros labios,
repetidos
mil veces, como redes
lanzadas
a abrigarnos
mucho
más a nosotros que a ellos.
Esos
hijos que ahora
devuelven la mirada, pero no la sonrisa
ni
los brazos en alto mientras callan
un
segundo y empiezan
a
cantar como todos.
Matrimonios
que quizá no se destruyan nunca,
aunque
sepan ya que el deterioro existe,
echan
a un lado y otro sus cabezas,
el
terco moscardón del pensamiento
mientras
sigue la fiesta
que
cada año convoca a dos parejas menos
de
aquellas que empezaron con nosotros
a
cogerse la mano, indestructibles,
y
ahora observan cada uno desde un lado
de
esta pista de baile que es la vida
cómo
danzan sus hijos allá al fondo
sin
devolverles nada, solamente
la
luz de los veranos,
esta
extraña manera de apretar
tu
mano con más fuerza
LA MANO DE PETRUS
No
estoy, no estuve,
quizá
no estaré nunca en ese corro.
Me
perdí por ello una parte importante de la vida,
no
sé decir qué parte, la mejor, la peor,
digamos
simplemente que otra parte.
Afortunado
soy, pensará alguno.
Y
es posible.
Pero
acabo de aprender en esta sala
mucho
más que todo
lo
que hasta ahora oí, leí, creí saber
sobre
arriba y abajo, rico y pobre,
dos
orillas que no se juntan nunca
mientras
avanza el río
y
una barca en su centro distribuye
solamente
su fruta en una orilla.
Yo
no tuve la culpa, yo no supe siquiera
hasta
tiempo después que había un lugar
enfrente,
donde existía el pan sin más,
el
pez sin más, la espina a secas.
El
río era tan ancho que allá lejos
veía
sólo paisaje, y como mucho
la
conciencia, mi queja, el espejismo
de
alzarme en compañero,
aunque
heredero aún del dueño de la barca
que
reparte a su antojo.
Este
corro no engaña, sin embargo.
Bailamos
entre plato y plato, ya lo ven…,
las
bodas son así en nuestro país.
Treinta
y cinco invitados y dos corros gigantes
con
los brazos al aire, cogidos de las manos.
Nos
unimos muy torpes al principio,
pero
acaban guiándonos,
y
luego ya en la mesa de los novios,
donde
nos han sentado,
nos
dan una y mil gracias por salir a bailar, por sonreír,
por
venir a la boda de la chica que trabaja en casa
cada
día mientras la barca avanza.
Llega
la tarta al fin, y nuestro último corro.
A
un lado me ha tocado la mano de su madre
y
al otro la del novio, joven, rubio, exultante,
tres
pasos hacia atrás, y luego cuatro al frente
girando
poco a poco hacia un costado,
sonríen
complacidos al ver cómo aprendemos
tan
rápido a bailar, parece que llevamos
toda
la vida allí, dos españoles solos
en
un barrio del este de Madrid, tres pasos hacia atrás,
y
luego cuatro al frente sin que nadie note
la
grieta poco a poco de mis dedos,
los
callos que uno a uno hasta el sonrojo,
la
áspera canción del albañil
que
ahora me da la mano
Fernando Beltrán. Hotel Vivir. Ed. Hiperión, 2015
Fernando Beltrán. Hotel Vivir. Ed. Hiperión, 2015
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