Heredad
Baja
por la calle Asturias
con
sus quince años recién vestidos
de
falda gris y medias y jersey granate de colegio privado concertado
y
es
igual
que su madre
casi
cuarenta
años atrás
cuando
yo también
y
tampoco
llegué
más allá
del
uniforme
con
ella.
*
Una
pena grande
Fue
en la Plaza de Porlier.
Serían
las 2 de la tarde y estábamos
tomando
unas cervezas
-un
día maravilloso de mayo-
cuando
llegó J.
Hacía
mucho que no lo veíamos.
Es
más,
yo
pensé que ya estaba muerto
(como
tantos otros colegas
que
se acercaron demasiado
al
abismo de las drogas
hasta
caer).
Muchos
años antes
había
estado a punto de buscarnos
una
ruina en condiciones
-con
conocimiento de causa,
reconozco-
guardando
en nuestro piso de estudiantes
los
huevos de hash
que
subía del moro y pasaba
de
culero.
En
aquella época salía con una amiga
(que
creo que vive para contarlo, que lo supo dejar
a
tiempo,
y
en buena hora).
Le
gustaba lo mejor
de
lo peor.
Un
día J. tuvo un grave accidente de tráfico
después
de meterse un chute de farlopa.
Por
entonces ya tenía el sida
(y
una importante sobredosis
de
desesperación añadida).
Todo
lo estaba matando, vaya.
Así
que nos sorprendió (para bien) cuando le vimos
venir
hacia nosotros.
(J.
había sido sin duda uno de los tipos más atractivos
que
he conocido,
pero
ahora parecía… no sé,
vivo
a medias.)
Le
invitamos a comer.
Recuerdo
que le costaba todo una barbaridad:
moverse,
hilvanar una frase,
mirarnos.
Tampoco
tenía dinero.
Recuerdo
bien lo mucho que nos costó despedirnos.
Porque
sabíamos que podía ser la última vez
(lo
estaba siendo concretamente para mí).
En
el instante en que escribo esto
me
encanta pensar que algo de aquello
mereció
la pena,
tanta
pena.
Juanjo Barral
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