El
artista, en las sociedades modernas (vale decir: cuando ya no es chamán, ni
médico, ni arquitecto, ni labrador, ni sacerdote...), siempre ha tenido algo de
parásito social. Pero se le consentía a cambio de la entrega impredecible,
irregular y ocasional de ese algo, a la vez imprescindible y superfluo, difícil
de definir pero reconocible al primer golpe de vista (o de tacto, o de
oído...), que llamamos belleza.
Luego,
en cierto momento del siglo XX, el artista se desentendió de ese pacto implícito,
y pasó a exigir reconocimiento, dinero y honores precisamente por desempeñar con énfasis consciente, y hasta cierta
sobreactuación zalamera, el papel de parásito social. Es la distancia que
separa a un Paul Klee de un Andy Warhol
(...)
"Damas
y caballeros, no creemos en ningún valor que no sea el dinero y el poder’.
Tienen que decir que hay valores, y como ya no pueden apelar a la religión
apelan a los del arte, la cultura, los viajes o la gastronomía, que son los
valores que defienden los suplementos culturales en general. Pero los
intelectuales no tenemos ninguna función, y los que se creen tenerla se
convierten en instituciones y son ridículos, como Günther Grass...”
Aquí
hay, a la vez, algo que está bien visto –el poder de soborno del sistema y la
capacidad de banalización de la sociedad del espectáculo—y un grave error de
apreciación: los hay que se dejan sobornar, y los hay que no. Hay sin duda
intelectuales de suplemento cultural: pero también otros y otras que no se
dejan atrapar entre las portadas y contraportadas multicolores.
(...)
Con
pocos días de diferencia se inauguran dos nuevos y grandes centros culturales
en Madrid, ambos preparados para gastar millones de euros defendiendo –dicen
sus declaraciones de intención— el mestizaje, la interculturalidad, la
conciencia medioambiental y el pluralismo: como mandan los cánones. Y todos en
demostrar lo diferentes que son de los demás, lo exclusivo de su oferta.
Mientras tanto, los inmigrantes se ahogan a decenas en las aguas del Estrecho
de Gibraltar y la devastación de nuestros ecosistemas prosigue imparable. No me
cabe duda de que hay muchas más personas implicadas en esa gestión de la
cultura y en su disfrute, que la que está trabajando en grupos ecologistas o en
colectivos de solidaridad, a menudo con una agobiante carencia de recursos.
La
cultura como cortina de humo. El arte como maniobra de distracción.
Intelectual, escritor, artista, poeta: tienes que decidir con quién estás.
(...)
Lo
que en la cultura cotidiana, la cultura que día a día vive la gente, la cultura
en sentido casi antropológico, es destructividad ecológica, la alta cultura lo
sublima como arte (e incluso –supremo escarnio-- ¡arte que se dice
políticamente comprometido contra esa destrucción!).
Lo
que en la cultura de todos los días es racismo y xenofobia, la alta cultura lo
sublima como líricos elogios del mestizaje y la diversidad.
La
tensión en la base se hace insoportable; y en los sublimes mecanismos de
destilación de la alta cultura, uno se ahoga. La empresa mecenas del museo de
arte moderno de la ciudad es la misma empresa que arrasa los alrededores de la
ciudad construyendo autopistas. La empresa que devasta tres continentes con sus
prospecciones y explotaciones petrolíferas es la misma que financia la
conservación de parques naturales en la metrópoli. Hay que negarse a entrar en semejante lodazal. Trazar una línea, y
decir: hasta aquí, y atenerse a ello.
(...)
Un discurso de derechos
humanos y valores universales, sistemáticamente contradicho por nuestra
práctica.
(...)
Así, el
cinismo se convierte en la endémica enfermedad profesional de nuestros
intelectuales y artistas...
(...)
El
símbolo de la opresión, en los países del Sur, es un policía con material
antidisturbios; en el Norte, seguramente, hay que identificarlo con un
“creativo” de agencia de publicidad.
(...)
no
queda otro remedio que plantear, junto a las tradicionales políticas para la
liberación social, políticas para la
emancipación del deseo
Jorge Riechmann. El siglo de la Gran Prueba. Ed. Baile del Sol. 2015
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