Las palabras se
venden juntas
alguien ha visto a un negro
y un gitano
dándose tabaco
y habla de igualdad entre
flamenco y jazz.
–¡Es que la marginalidad es
tan exótica
como el capitalismo!– dijo
el Orihuela espantado,
oyendo cómo un cante
fragüero
rebotaba dentro del
gin-tonic.
–¡El jazz siempre fue
libre... y lo inventé yo! –
dijo Juan Sebastián Bach.
A partir de este pontogromo,
mirando las armonías y
ritmos perpétuos
cualquier lector puede
pulsar el efegüegüedé
de la cadena musical de oro
champán,
y esta misma página.
METAGRANAÍNA ASEGUIRIYADA
Otra vez estalla la
guitarra.
Han alicatado el cuarto
flamenco de notas
incalculables, hasta el
techo,
y nadie puede salir ahora de
esa trastienda
convertida en laberinto
interesado.
La guitarra ha dado un salto
mortal estético,
del prístino acompañamiento
se ha encaramado en Europa,
en orquestaciones de
silencios
¿tenemos que creernos que
alguien disfruta
de las ediciones de flamenco
instrumental
(sin la voz humana) cuando
hoy
no se tienen ganas de
contemplar pinturas
porque los cuadros ya no se
mueven
como los videojuegos?
Comerse hipertélicamente
una
metagranaína-aseguiriyada
rematada con la coda del derrote
sonoro
y que dura veinticuatro
minutos
es como tragarse todos los
discos de Raví
Shankar y Pink Floyd
simultáneamente.
El Negro de
París me dijo
que el cascabel al flamenco,
se lo había puesto el
gitano.
Pero ahora mandan los
guitarristas,
de ellos son los cascabeles,
como los que portan los
hurones.
–¡Por lo menos se ve un
piano!–
gritaba el Chocolate a un
cuadro
de Nicolas de Staël.
LA MÚSICA DA MIEDO
El mono toca de memoria.
Sin embargo, la voz
casi siempre ha sido libre
y el flamenco inteligente
siempre ha dado miedo,
a los ricos vivientes
al bodeguero, al embajador,
y ahora a la casta política.
Hasta a la
torre Eiffel
se le pone la cara a cuadros
cuando ve venir al Duquende
en la portada del disco.
Recuerden el
apuro de Rancapino
explicándole a un alcalde
que él tenía la voz así,
que no andaba con la voz
rozada,
que Rancapino no estaba
ronco,
ni discapacitado para
cantar,
por la noche, en la velada.
–Vomitaduras… –sentenció una
soprano.
David Pielfort. La isla de Camarón. Ed. Germanía.
Cuando la Paquera de Jeréz, dejando el micrófono atrás y encajando su pecho en el público, entonaba sus Soleares valientes mientras Parrilla prendía fuego a la madera que los ebanistas nunca pudieron barnizar.
ResponderEliminarEn algunas venas todavía circulan versos del romancero gitano.
ResponderEliminarNo sabía que habíais patentado la maquinaria hortícola de todos mis chistes.
ResponderEliminar