El músico
actual ya no quiere acompañar
a nadie, ni yendo a un bar.
Hace una ejecución
continuada,
no puede detenerse
porque en esa pausa
aprovecha alguien y canta,
tirando una música.
Variará el
ritmo deliberadamente
para entorpecer a los
polizones de su arte,
porque el cante rebelde ya
no es deseado,
ni en la tienda, ni en la
venta,
ni en el tabanco, ni en el
teatro, ni en la calle.
Resulta que el
gachó de la guitarra actual
no deja meter baza, nunca. Y
todavía menos
cuando hay presencia de
mujeres en la fiesta.
ANOCHECE
EN LOS CÁRPATOS
El fandango tan
castigado
es la música que otorga la
palabra
a los animales, a las plantas,
a los cajeros automáticos, y
a los objetos
antes de que Félix Grande se
asomara
a la ventana de su piso,
una noche que llovía en la
barriada
y en los Cárpatos, y él
solo,
bebiéndose un vasito de
vino,
viera venir en fila a todos
los gitanos
huyendo del Tamerlán y el
Egipto,
buscando el barco ferri de
Ceuta.
–¡Es una caravana
estereofónica!
–exclamó el poeta – ¡Aquí lo
pone...
en los papeles... y que son
míos!
CALLE
SAN COSME Y SAN DAMIÁN
El Gustavo salió rodando de
Sacromonte.
Un crítico me dijo que su
padre no triunfó
porque era blanco y tenía
gafas.
Vivían al lado
de unas pirámides de sal
a escala real de las de el
Egipto,
rodeados de holandeses
haciendo experimentos
transgénicos con los
alimentos,
y que llevaban años mareados,
estudiando una sierpe de
papa salvaje,
que vivía sin recursos entre
las dunas móviles
y la desembocadura del río
Guadalquivir.
Los biólogos
pusieron un collar localizador
al lince ibérico, pero la
papa era indomable.
Es normal que Gustavo bajara
rodando Sacromonte,
él no es transgénico, por
eso es blanco y lleva gafas.
Bajo la marquesina rodeado
de avispas,
comiendo dentro del disco de
Syd Barrett,
el padre del Gustavo decía
que en el cante
había habitas contadas.
Y la flor del
haba es considerada
una de las más bellas,
en los tratados árabes de
botánica.
ESTACIÓN
DEL SUR
El Bo se fuma
un disco compacto
y una mano de mujer le
ofreció un Craven.
Era la misma mujer:
la que seguía siempre a la
Paquera,
allí donde ésta cantara,
era la misma mujer que le
gritó a Menese
en el Olympia de París,
indicándole con razón que la
guitarra
estaba excesivamente
amplificada.
–Es que Nueva York es un
pañuelo,
la Puerta del Sol son muchas
más cosas,
y el flamenco es sólo un
paquete de tabaco–
le decía ella al Bo muy
contenta.
Las viudas sí
que saben disfrutar,
cogía el ave, el avión, el
taxi
y se encajaba en Tokyo
para ver a la Paquera.
La mujer
pensando, caía en la cuenta
del por qué todas las
geishas del hotel,
paraban el ascensor en la
misma planta
de la habitación de la Paquera.
–Coleccionaría quimonos...
seguro–
afirmaba ella dando una
calada, y esperando
que le sirvieran otro vaso
de vino misterioso.
David Pielfort. La isla de Camarón. Ed. Germanía. 2013
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