El
tiempo pasa con lentitud incandescente. Una costra de silencio
envuelve al día, a la mirada con que aprehendo lo caído. O no: es un ruido como
el de la ceniza al abrirse, como el de un vientre ofreciéndose a la oscuridad,
como el de flores matemáticas y ciegas. Es un ruido incoloro como este ruido de
gaviotas que percibo tras los cristales, en lo grueso del azul, y que penetra
en mí, y recorre mis bóvedas, y me somete a su sedosa explosión. Las cosas se
afirman, desaparecen en su estricto fluir. Y el tiempo se introduce en el
rotulador y en los informes, y veo escrita una frase alelada, y la frase me
asfixia como una soga, y la encaro con paciencia, persuadido de que la
ignorancia no muda, como no muda esta luz deshojada que delimita mi soledad.
Después, la impaciencia
del viento en la ventana y los cláxones agrios y la red cansada que arrastra
tetra-briks y melancolía, infidelidades y arquitectura, debilidad y luz. He de
resolver esta ecuación, que me transmite su palidez, que despliega su noche
meticulosa. La ecuación conduce, de nuevo, al silencio, o viene de él, donde
somos fulgor sin infancia, saliva muerta. Oigo entonces otras frases, también
yertas, que lucen sus colores vacíos, que chisporrotean entre mamparas
igualmente negadas, y el estrépito se enturbia como el fuego.
El calor esmerila el
aire. El cielo, sin embargo, luce un azul frío, y lo extiende, con lengüetazos
poderosos, hasta los últimos rincones del espacio. Ahora otro cielo me
impregna. Otras palabras: turgentes, elípticas, rompiéndose. Repudio la
ecuación. Repudio el significado de esta resonancia, la inercia de los
interruptores y de los párpados. Repudio lo que me alimenta, lo que carece de
fisuras, fruto del padre descendido, de lo diurno y el error. Palabras: en el
aire desnudo de caminos, en el pábilo de la inteligencia, en la mano que
sostiene una sombra central; palabras que articulan su álgebra delicada. Vienen
algunas, no sé de dónde (o sí: del rumor con que se aparece lo ignorado): “el tiempo pasa con lentitud incandescente”,
y me sujeto a ellas como a una mariposa inflexible, mientras, en efecto, siento
al tiempo pasar con lentitud incandescente, y todas las hebras de esa única
realidad convergen en un instante de escucha y creación.
Luego llegan más, en
tropel lentísimo, como hiedra que inquiere: “Una costra de silencio envuelve al día, a la mirada con que aprehendo
lo caído”. Y digo lo que he dicho, lo que es polícromo y penetrante, lo que
nace del ciprés y de la ambulancia, lo que traspasa la piel como un aletazo
ansioso, lo que ve. Sigo diciendo: “O no:
es un ruido como el de la ceniza al abrirse”, y, sí, se abre la ceniza, se
abre otro suelo, más ardiente, bajo mis pies. Y sigo diciendo, puliendo la
espiral que acaso se perpetúe en noche, abrazando el cristal y el alquitrán.
“Como el de un vientre ofreciéndose a la oscuridad, como el de flores
matemáticas y ciegas”.
De las palabras, mías,
vuelo a otro despacho, aunque permanezca en éste. El tiempo se acelera: se
extingue. Vivo en el silencio como en una ciudad de palabras.
Eduardo Moga. Las horas y los labios. DVD ediciones, 2003
Fotografía de Paco Naranjo
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