Ha
venido la muerte: era una furgoneta o un gorrión. Un sudor
blanco ha encendido la piel donde se resquebrajaban las horas, la barba
constelada de silencio, los cuchillos con que inscribía mi desaparición en la
corteza del sueño.
Le he chupado la lengua
a la muerte: es áspera y morada. Mis papilas han tejido con sus papilas un
cañamazo de sombras. He dejado en la mesa el lápiz, el cuerpo, lo que tuviese
en los ojos, para abrazar con más fuerza su helado fulgor. Y he sentido miedo.
La muerte comparece
siempre que paseo, que mastico, que copulo, que llamo por teléfono, que muero.
La muerte tiene treinta y ocho años y las manos con que hago la cama, con que
me lavo los dientes, con que doy cuerda al reloj, con que ordeno mis libros,
con que escribo, en este instante, las palabras del poema. La muerte me respira
cuando hurgo en las ingles tibias y anochecidas. La muerte habla el idioma de
las células y los planetas. La muerte vacía los espejos e interrumpe los
huesos. La muerte, como una flecha disparada contra un agua infinita, atraviesa
el bosque de las cosas y se clava en la irrealidad de las cosas. La muerte
bautiza a los hijos y devora sus nombres. La muerte se llama Eduardo.
Me acuesto. Oigo el
oxígeno, que resuena como una chapa golpeada por las sombras. La respiración
habla, como la piel, y ocupa el espacio en que me desvanezco. El corazón habla,
también, y respira, flor encarcelada, con apenas esa pausa de silencio que
sutura el redoble interminable, la sepultura interminable. Lo sé ahí, en la cripta
de la carne, bajo la techumbre ósea, alimentando este extravío, el letargo que
nos mueve, el gélido adentrarse en la noche del tiempo; me insta a seguir, pero
me recuerda que me disipo. Y me asombra que exista, su luz inaccesible y mansa,
su oscuridad febril, el ritmo que es sólo e insólitamente ritmo; y me asombra
existir: este mecanismo triste, pero entregado, sin porqué, al mundo.
Nacen, de pronto, los
muertos: en la mesa del restaurante, en el escarabajo que se esconde entre las
raíces de un árbol, en el perro que defeca junto a una tapia casi vencida, en
el cielo. Y me miran, como si quisieran conducirme al fuego exhausto en el que
reposan. Me mira el padre, cubierto por la hiedra de la fragilidad, cuyo ojos
son pelotas de dolor que arriban, descabaladas, a mis manos. Me miran quienes
confiaron en mí y fueron traicionados, quienes me vieron plantar la semilla de
la ira y me entregaron después el fruto de la ira, quienes consumieron su amor
en mis hogueras. Me miran hombres y mujeres convertidos en pájaros negros que
atraviesan un aire negro. Me miro yo, desde el barro de mí, arrasado de
perecimiento, carne en lo que carece de carne, corazón azotado por la
conciencia, consumido, por el miedo, hasta la desencarnadura. Mis ojos serán
también un destello lúgubre cuando otros caminen por estas calles que me
impregnan de polvo y obscenidad, o cuando se pregunten por qué arde el sol o
por qué nos baña el tiempo o por qué olvidamos a quienes hemos amado. Mis ojos,
talados, mirarán a los vivos y harán más exactos su náusea y su latido.
La muerte es el pájaro
que se posa en la rama, la mano del niño sin el niño, las pupilas abrasadas por
la nieve, el exilio del oro, el oro languideciendo en un turbión de labios y
explanadas, lo incomprensible.
La muerte es una rosa
triste en el centro de la sangre.
Eduardo Moga. Las horas y los labios. DVD Ediciones, 2003
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