[Poema XXII]
La ropa tendida ha dejado de moverse. Las
moscas ya no vuelan. No oigo los relojes ni las miradas. Un prolongado aguijón
atraviesa el cristal desnudo que circunda la carne, lo solo de una calle
imprecisa, la supuración de los sauces y las sombras.
Lo
que quiero es que te vengas a vivir
conmigo.
La boca sabe a caucho.
El dolor, acequia insomne, riega, otra vez, los cartílagos, las laderas de la
intimidad. El cuerpo se despliega como un animal excesivo: se siente,
cruelmente, cuerpo, sombra del cuerpo, éxtasis y humillación del cuerpo,
artefacto que conviene al fuego y a la licuefacción del fuego. Y tropiezan los
ojos y se cuartean los pómulos y se sublevan las cosas interiores, y el cuerpo
lucha por desprenderse de este mármol que desordena, de este mármol con senos y
eternidad que ocupa sus pensamientos como una noche quemante, como una multitud
manchada de amor. La monotonía es un esqueleto que sonríe. La monotonía se derrama
en los cuencos del alma, y redondea sus anfractuosidades, sin que se estremezca
ni una sola hebra de su oscuridad. En la monotonía veo una plaza sin nadie,
crepitante de silencio y de cigarras, cuyo polvo se levanta en tolvaneras
dolorosas cuando sopla el mal, cuando pezones centinelas se allegan,
nuevamente, a mis pezones. (¿Qué suscita esta metástasis? ¿Qué lluvioso poder
acompaña a un aroma tan frágil? ¿Por qué se desprenden estos volúmenes malos del
árbol frenético de los días?)
Una gaviota adorna, como
una gárgola, el balcón de una fachada ennegrecida.
Prométeme
que querrás a mis hijos, prométeme que no te reducirás los pechos, prométeme
que estarás siempre dispuesta.
Un autobús espanta a la gaviota. Un fragor sucio envuelve a
los cuerpos que esperan junto a los semáforos.
Prométeme
que nunca me harás esto.
Y los muslos remontan
los muslos. Y se apresura la sal de la lentitud, que recojo con la lengua
temblorosa. Y la lengua atraviesa la lengua y el acero. Y el cielo es manos, y
aquello en que se posan las manos. Y los dedos son hambre. Tú me has hecho sentir cosas que no había sentido con nadie. Y los
muslos, enzarzados, alcanzan la médula del instante, la lápida de lo nunca
sido. Y los ojos lamen y saquean y penetran en lo oscuro. Y la blusa cae. Y el
aire cae. Y los vientres se levantan y caen y se levantan y se enceguecen de
mucosas. Sólo con oírte al teléfono me
humedezco. Y el silencio alcanza el límite de la saliva, y lo acaricia. Y las formas intercambian sus centros,
se desnudan de escamas y escaleras, hasta que ya no sé dónde están mis brazos,
el pene aturdido, la península de los sueños, los nombres. Esta tarde no te pongas nada debajo. Y cae la piel, que descubre
sus sabrosos barrizales, sus diamantes escondidos, y se vuelve a incorporar,
como una ola del yo, como una murmurada cadena. (El yo es quebradizo: depende
de una mano que alza el vuelo y el orgasmo, y que se convierte en nuestra
mano). Y la piel, al caer, es más piel, más concentración de baba y piel, más
pureza agolpada o ebriedad de dientes. Y encuentro dureza en el sudor y en las
entrañas, donde bate un viento espeso, palabras que arañan y gotean, hendiduras
coléricas, zumo entreabierto. Me gusta
esta urgencia; significa que me deseas. Y todo se desmorona en un golpe
rojo, en una sucesión de espasmos que burla al tiempo y deshace el conglomerado
de los días, en un hueco voraz en el que me arrebujo para saberme cosa, nada,
dios, brizna poseída por el mundo, o alimentada por su demolición.
¿Me
quieres?
Y todo
esto sucede mientras cruzo una calle a la que mi delirio proporciona una
dolorosa exactitud.
[Poemas XXIII]
He
vuelto otra vez a la casa y he visto su silencio y he oído su
permanencia. Olía a fruta cansada. Todas las casas huelen; todas son el
producto de un beso, fundido en sus estucos, que despierta a los pasos
susurrantes. En su sopor, amarillo de luna e insecticida, he tocado la ausencia,
el amor que gotea de los grifos, el bostezar del sol en las paredes.
También huele -a
penumbra- el vestíbulo de la escalera. Los buzones
respiran el polen de los plátanos. Un útero sepia, enmarañado de azulejos,
envuelve los pasos. El útero contiene cicatrices y cañerías. En sus pliegues,
detrás de la electricidad, el tiempo se atenúa, se hace capullo de sombra o
ladrido sin ojos, resucita en eyaculación fría, en madrugada confundida con la
muerte.
Aún hay
serrín en el suelo. Es el mismo serrín que pisaba en los otoños viejos, cuando
estaban unidos los labios y el cielo, y las palabras decantaban una miel
abstracta, y yo compartía la eternidad de las cosas, su luz varada y buena.
Este
crío habla como un viejo.
(Es protestante, me
dijo, en voz baja, la abuela. Luego se secó las manos en el mandil y desapareció,
revoloteando, en su cuarto).
He abierto la puerta. O
la puerta me ha abierto a mí. Me reciben los geranios asustados, la algarabía
del polvo, la resignación del hule y las bovinas. Reconozco los lugares donde
mi madre desconocía el orgasmo. Reconozco la plenitud de tanta fugacidad, lo
esférico de las sábanas, el armario en que amontonaba los libros, la silla
desde la que veía volar a las golondrinas las tardes lentísimas de junio, cuyo
sol fermentado, deshecho en grises soñolientos, anunciaba duración y fuego. Y
reconozco, en este remolino de indolencia, el yo: su disolución.
Y aquí lluevo. Y las
cenizas recogen mi lluvia y se esponjan como si regresaran de un largo exilio.
Y las cenizas llueven en mí, y me sofoca su alegría. Aquí no hay personas
contra las que choque y en cuyo interior resuenen unos pocos huesos olvidados,
ni abrazos que subrayen la distancia entre las pieles, ni el silencio amargo de
estar vivo y muriendo, sino la lentitud de los párpados que se abaten sobre los
labios menesterosos, los pechos apagados en el crecimiento de la sumisión y la
lejía, las manos que sostienen serpientes y libros, látigos y serenidad.
Ya
puedes empezar a pegar.
Y cayó un fuego
quíntuple, una silbante antorcha de cuero, en el cuerpo que aún no era, que me
hacía y me dañaba, que buscaba sus frutos como un arroyo escapando. Y el fuego
aumentó el amor, como el rayo aumenta la noche. Y crecieron amapolas negras frente
al televisor indiferente.
No obstante, la casa
está viva: me acaricia con ferocidad, descompone mi nombre en muchos nombres,
inventa a un niño en cada rodapiés gastado, en cada sombra gastada, en cada
trapo que me mira, laxo como un perro que dormitase a la sombra de un muro. Y
muere. La casa es sus muertos. La casa soy yo. Riego los potos. No les eches demasiada agua: los
estrangularás. (La palabra estrangularás
caracolea en el recuerdo, del que, sin embargo, se ha borrado la cara de
quien la pronunció). Dejo el correo en la mesa, junto a una libreta, desplegada
como una mariposa sucia, que aún conserva su caligrafía: la caligrafía de lo
ido. Has de ser el número uno, siempre el
número uno. Y me abrasa la suavidad de sus manos, el vinagre de sus manos,
su inaccesible enormidad. Los cuerpos, apéndices de las lágrimas, desprenden un
vapor triste. Los cuerpos son invisibles y ambiguos, islas de sufrimiento y
seda. No ha variado la textura de su muerte: su ausencia es, será la misma
durante toda la eternidad. Suena un reloj pobre. La casa huele a nadie.
Supimos que se había
construido en 1930 porque, cuando mis padres reformaron la cocina, los
albañiles descubrieron, en la argamasa del horno de carbón, un trozo de periódico
de un día de aquel año.
Acuéstate,
hijo, y descansa. La cama está recién hecha.
Un gato me mira, inmóvil
y minucioso, desde el tejado del patio, al otro lado del balcón, en cuyas
barandas se posan todavía, a veces, las palomas.
Eduardo Moga. Las horas y los labios. DVD Ediciones, 2003
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