documentos de pensamiento radical

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viernes, 11 de marzo de 2016

dos fragmentos de EL DESIERTO VERDE de EDUARDO MOGA




el paisaje es una lenta masticación de piedra. Salgo a la calle y veo sus claroscuros diamantinos extenderse por los muros de la iglesia, por los castaños que se mecen a su puerta, por el silencio. Cuando el camino termina, la piedra se descabala, se insubordina como un fluido, estalla en aglomeraciones laxas, en filamentos exasperados. La piedra es una marejada silícea, que se amansa en los sembrados y se geometriza en las casas, tras conocer todas las manifestaciones de la efervescencia: la lujuria domesticada de los campos de labor y la vehemencia agraz de lo infértil; los meandros con que los ríos penetran en lo impenetrable y el oasis alborotado de los peñascos. Un tumulto equivalente zarandea al pueblo: los ajimeces parten la mirada; las dovelas espumean en blasones; un edificio municipal, descascarillado como una mala dentadura, interrumpe la floración del granito. Y, coronando el hervor, el vuelo inmóvil de los cirros. La piedra entra en mí: irradia una luz coriácea, que me conduce al interior muelle de la materia. Nado en la piedra, que me cubre como una mano, y advierto intersecciones cartilaginosas, cicatrices que me besan, depósitos en los que convergen mis flemas y mis equivocaciones. ¿Este hombre que pasa a mi lado, con su gorra campera y su bastón, ve la misma piedra que yo, las mismas nubes desarraigadas, el mismo azul devastado por el sol y las avispas? ¿Siente, como yo, su rayo de penumbra, su serpenteante quietud? ¿Oye en la piedra el eco llameante de su reblandecerse? Mis venas son las venas de la piedra, por las que circula una linfa negra, un rumor de oro; también lo es mi piel, tintada por un viento como una gumía. La piedra se mueve; yo permanezco. Las sombras que segrega me iluminan.


...//...


el tiempo se derrama con lentitud, esgrimiendo grises eléctricos, agrietándose como lo increado, sombra de lluvia, lluvia detenida. El tiempo se derrama y yo respiro, sin oír nada, sin sentir nada, abismado en este instante incomprensible. La respiración es un ancla silenciosa a cuyo alrededor se extiende la bahía del ser. El tiempo me sepulta, pero sus losas son aéreas. Para expulsarlo, hay que dejarse inundar por él; para evitar su aliento cáustico, sus tentáculos de ceniza, hay que dirigirse a su centro y desgarrarlo con los dientes, sin romper nada, sin aspirar a nada. La liberación del tiempo consiste en abrazar el tiempo, sin moverse, sin amar, experimentando solo la laceración de su saliva, el olvido al que induce, la plenitud de lo que se corrompe, de lo que no conoce otro sostén que el vuelo. La ola que arriba al cuerpo desde todos los vértices de esta esfera en la que me deshago, es la misma que arrasa cuanto veo. Sigo en la cama, pero una dehesa que se deshace en azules remotos [dispuestos en franjas sucesivas, cada vez más pálidas, como en las acuarelas chinas] vierte su espacio, moteado de luna y alcornoques, en los ojos. También el espacio se expande, hurga en las opacidades del cuerpo, se aferra a los huesos como a travesaños de sombra. Su dilatación se alimenta de mi quietud. Las encinas rodean los espinazos de roca como columnas de hormigas que esquivaran una lata vacía. Un sol imprevisible mancha de oro el muro de la torre, embarazado de líquenes, y luego lo abrasa de rosa. La misma tizne se despliega en la pared que veo desde la cama, y en las charcas que interrumpen, como esmeraldas pochas, la soledad densa de los campos, y en un cielo que, desapareciendo, se hace más hondo, más entero. La bola se desnuda en el horizonte. En sus límites de fuego se imprime una pirámide. Los ojos callan, asombrados de existir, devastados por la existencia. Y una música desconocida, compuesta por todos los ruidos del mundo, azota el lugar, que cruzo sin saber nada, sin querer nada, solo atento al erguirse del tiempo, y a su descomposición.




Eduardo Moga. El desierto verde. ERE. 2012
Fotografía de Juan Sánchez Amoros

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