La
carne ha muerto. ¿O aún excede a sus escamas y a su vejez, y entrega
a la mirada el aroma de los dedos, los dedos deseantes? La carne ha muerto, sí:
despliega sus pañuelos tristes como un alma expugnada por la posesión. (Asoma
el sujetador; un lunar, luciente, alborota la blancura). Ahí, en la
intersección de la lengua y la caída, la carne ocurre, se distiende, construye
su caducidad, las manos a que da forma la ceniza, se alicata de horas, de besos
enmascarados, como un ídolo frío. Mas no: la carne no ha muerto todavía, como
no muere el plasma de la flor, como no muere el grito de los niños que traspasa
la ventana y cuaja, anaranjado, en la nada espesa del cuarto. Hay una grieta en
lo gris, algo antiguo que recorre el pubis rumoroso; hay un yeso inflamado, un
acto de sol, un hielo cálido, que centellea en el firmamento de las sábanas.
(Las arrugas se desperezan: advierto su claridad córnea, el mortecino
relámpago. Las zapatillas nos miran. Somos prisioneros de nuestros cuerpos: de
las adherencias de nuestros cuerpos, del peso de la oquedad que somos. La ropa,
abandonada, espera).
Y lo toco como quien
encuentra una moneda o una eternidad.
Lo he tocado tantas
veces que ya no tiene rostro. Su rostro está en mis manos, dentro de mis manos,
dormido como un ángel viejo.
Sin embargo, hay
tibieza. La piel no se interpone entre el cuerpo y su temblor. La piel tiene
los ojos muy abiertos y una luz ebria y cansada y derrumbaderos en los que los
dedos encuentran otras pieles menos dóciles, sombras tuyas que no he visto,
materia silenciosa en la que grana tu presencia. Tropiezo con besos
desfondados, que entorpecen la mirada, pero los aparto como a sombras y alcanzo
tu ebullición tranquila; observo el cielo inerte, recorrido por cometas
nupciales, pero convengo en tus núcleos, opto por la suavidad con que me creas;
me salpica la gran ubre de las horas, pero me guarezco en tus pausas, y
descorro el telón de lo que somos, y hallo larvas queridas, algo suplicante,
parecido a la existencia, donde gotea el fuego. Las manos continúan, nadan,
duran mucho más que mis manos, se enredan en el promontorio de los pezones: sus
crestas son un estallido firme, del que penden bulbos enormes. (No he de
olvidarme de poner el despertador, ni de coger, por la mañana, el libro de
Perse. Ah, debería ser impasible como los relojes). Las manos, pues, encadenadas
a ti, comprenden el instante, el advenimiento del sudor, y regresa aquel sudor
que nos alojaba, la incertidumbre en que éramos uno. Y observan la carne cuando
aún es carne invicta, mas ya en la frontera de la ablación, cuando aún arrastra
el lastre inmaterial, cuando es féretro y no es féretro, sino azahar que
perfuma la noche, índigo de más madrugada. Una inseguridad de rótulas, una
brisa de temblores solos, la sonrisa lejana de los pies: toda latitud se empapa
de boca; por todo espacio cruzan encías y pájaros. (Abrazo el gemido. Un jogger cruza la calle. Una ráfaga de
aire se lleva de la mesa el borrador del penúltimo poema: éste).
Y el cuerpo que es otro
y el mismo, el cuerpo que escapa de su envoltura y trasciende en fractal, el
cuerpo cuya carne migra, pero que perdura en mi boca, sabiéndose más lluvia,
más crisantemo o casa, más dolor mitigado por que también yo me duelo, el
cuerpo que mira hacia sí como tus ojos, acariciados, me miran y me dicen “sé, somos, muramos, llaga, yazco, rayo”,
y descubre el eco de lo vivido, la vibración que agita enormidades y hojas, el
recuerdo urente del primer cuerpo, el cuerpo que dialoga con la carne, que
conoce sus fiebres y sus grasas, que vuela en ella y se hunde en ella, que
declina en su elevación y en su fulgor.
Hace calor. Es un calor
desnudo, que envuelve los cuerpos en que he nacido.
La carne, es verdad, no
ha muerto, pero su caminar es lento. Nosotros lo obstruimos: con nuestro
conocimiento.
Te tapas, como todas las
noches, con la sábana y no tardas en quedarte dormida.
Eduardo Moga. Las horas y los labios. DVD Ediciones, 2003
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