No fumaba, pero tenía el corazón de la familia,
uno de esos corazones que se cansan de andar
y que, poco a poco, fue dejándolo postrado,
confundiendo sus días,
convirtiendo a mi padre en mi hijo,
un niño tranquilo que se pasaba el día
sentadito delante de la televisión,
pelando las hojas de un sueño
en espiral
hasta su vacío centro
y ascendiendo en espiral por ellas
hasta abrir los ojos de nuevo
en mi insistencia
y verme yo, nervioso, azorado,
llamando en su pupila azulísima.
En ese ir y venir
se fue olvidando de sus pájaros,
de los bares a los que iba a tomar café,
del pueblo de donde apenas había salido,
del viaje de novios a Italia que le regalé
cuando sus bodas de plata,
se fue olvidando de su coche, de cenar,
de las plantas, de las cosechas, de sus hijos
y se aferró aún unos años a su infancia de huérfano,
sus travesuras, el infinito amor
que le prodigó la mujer a donde fue a morir
con sus últimas palabras.
Antonio Orihuela. Disolución. El Desvelo Ed. 2018
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