En una terraza, buscando noticias de nuestra marcha sobre Rota,
solo encuentro la muerte cierta del Cazador de Sombras
y el parlotear de los setenta y dos sabios del Consejo de Seguridad.
Certifica, en cambio, este periódico, lo objetivo de quienes dicen
que sus bombas pueden destruir las rocas,
los labios, los cipreses,
el alba, las penas
y la alegría
mientras el destruido apenas siente
un leve olor y un soplo que pasa.
Oigo, entonces, las ruidosas alas de la noche
cortar las cuerdas de las tiendas,
y cómo llega hasta mí una chamuscada hoja de pergamino,
con una primorosa miniatura del siglo XVI
donde se ve a Abraham abandonando en el desierto
a la esclava Agar y a su hijo Ismael,
y a su lado, escrita en hermosos caracteres,
la Rubayata VII de Khayyam,
que pregunta por Bagdad
mientras vuela por los aires
la Biblioteca de la Universidad Central.
Sobran ladrillos para cubrir nuestras tumbas,
¿pero quién es el alfarero, quién el vendedor,
quién quien los compra?
Miré, de nuevo, hacia las luces ruidosas de la noche,
sobre el cielo de Rota, aquí, en esta España
ahora más que nunca de todos los demonios,
y no hallé rincón del periódico
que no estuviera en manos de la mentira.
Volví la vista hacia Bagdad envuelto en el velo del sacrificio,
hacia Naishapur, la tumba del poeta, siempre cubierta de
pétalos de rosas.
Probé a brindar con el viento del noreste
por ahuyentar mis pies cansados,
la aspereza de los botes de humo de la policía,
la tristeza y el amargo extravío de mi patria,
y salí de la taberna ahíto del licor oscuro de la muerte.
Dicen que hemos entrado en Bagdad
pero lo que enseñan es Hollywood.
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