En El Puerto,
para homenajear a las víctimas del genocidio franquista,
–cuyos cuerpos ni siquiera se sabe dónde fueron tirados–
habían cavado un hoyo
y dentro de él
esperaba una encina joven a ser cubierta y crecer.
En mitad de los discursos,
saltando por encima de los políticos
y del protocolo,
una señora de Sanlúcar
cogió la pala
y cubrió la encina de tierra.
Se vino después hasta mí, llorando.
––Acabo de enterrar a mi padre.
Antonio Orihuela
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