Uno siempre responde con su vida a las preguntas más importantes […]. ¿Quién eres? ¿Qué has querido de verdad? ¿Qué has sabido de verdad? ¿A qué has sido fiel o infiel? ¿Con qué o con quién te has comportado con valentía o con cobardía?
Sándor
Márai
1
Me
miré las uñas. Primero de cerca y luego estirando completamente el brazo. Me
quedé silenciosa y disimulé mirándome las uñas, la fina urdimbre de los dedos,
los cables bien matizados de los tendones. Pero en realidad estaba viendo cosas
que habían sucedido muchos años atrás, Jaime, cosas que ya no existen, salvo en
mi cabeza. Por eso disimulaba.
Luego —continué, sin mirarte— pasó un verano
en el que se remozó el refugio, en el que David y una cuadrilla de albañiles se
dedicaron a rehabilitarlo. El valle de Asomo volvía a ocuparse de lo suyo. Subíamos
al Isarre y los encontrábamos enfrascados en el trabajo, haciendo cemento, pintando
paredes, lijando muebles, aceitando bisagras. Los veíamos subidos en el tejado
de la casa, con el torso desnudo, tostándose al sol mientras fijaban lajas de
caliza sobre la trama de madera, resueltas a resistir los inviernos. Luego David
se quedaba sentado en el alero, abriendo una lata de cerveza que, a veces, a
causa de la presión, se derramaba sobre sus muslos.
De vez en cuando, Samuel, yo y otros amigos
les ayudábamos en la faena, pero sin descuidar los paseos y las escaladas por el
valle. Comprobábamos, por ejemplo, la solvencia de los baños y admirábamos el
trabajo de los que levantaron la casa, de los que cortaron y labraron allí
mismo piedras, tallaron sillares, jambas, dinteles y los transportaron y
colocaron en su lugar, sin más herramientas que las manos. Hicimos fiesta el
día en que un helicóptero descargó materiales en la explanada, frente a la
casa. Traía sacas de arena, cemento, pintura, clavos, herramientas, tablones y cajas
de cerveza, muchas cajas de cerveza, las suficientes como para aguantar un
verano. Ahora ya se podía trabajar en serio. Dos o tres veces por semana subían
desde Asomo mulas con serones repletos y muchos amigos montañeros también se
acercaban hasta arriba con las mochilas llenas. Traían viandas y ganas de
escalar en el Isarre. Nos levantábamos temprano y salíamos contentos y dormidos
hacia los cantiles. Los domingos David se iba con nosotros. Juntos escalábamos
las vías. Desde las cumbres y las crestas contemplábamos el mundo.
Luego volvíamos al refugio, decorado con
herramientas esparcidas por el suelo. La música salía por las ventanas
entreabiertas, perturbando a las vacas. Algunos preparaban entonces la cena mientras
otros ordenábamos el espacio. Limpiábamos todo, escogíamos el mejor lugar para las
mesas, encendíamos velas en cuencos de caliza. Después, tras un largo día de
montaña, con la comida bien ganada, contemplábamos el sol ocultándose tras las crestas
grises, de repente púrpuras, moradas, y la neblina rompiéndose contra la proa de
los picos. Sentados en el porche, en los bancos lustrados con linaza, bebíamos vino
en vasos de peltre o aluminio, y comíamos y reíamos mientras los perros nos
miraban y se reían también a su manera.
Así pasaron muchos días de aquel verano, uno
de los más felices que recuerdo. Igual que recuerdo la alegría de los perros corriendo
hacia las vaguadas y a David de nuevo sonriendo sin motivo, solo porque sí,
porque estaba vivo.
Un día Julián le encontró regando el haya. Lo
había plantado delante de la casa. Había construido a su alrededor un pequeño
alcorque de piedras con el fin de protegerlo, de delimitar su territorio. Lo
había tutelado también con viejos bastones de trekking. Ese día intuimos por
primera vez que habría nubarrones en el futuro. Concentrado como estaba en su tarea,
David no advirtió la llegada del otro. Se volvió y le encontró intentando contener
la risa, sin lograrlo.
—¿Te has vuelto loco? ¿Desde cuándo se riegan
los árboles de las montañas?
—Se riegan desde que a mí me da la gana. Y
por favor, procura que tus vacas no se acerquen a mi árbol.
David y Julián se conocían desde niños, desde
una tarde de verano en que David vio surgir del bosque un rebaño de vacas somnolientas.
Las conducía un chaval orejudo, que caminaba al frente de ellas con pasos de
atleta y una apostura militar. Volvían de las estivas, a través de los hayedos,
y David se quedó impresionado por los silbidos del chico y las extrañas órdenes
que transmitían, y que sus perros cumplían de inmediato, como si estuvieran
tratando con un almirante. David supo enseguida que quería unirse a esa tropa parsimoniosa
y acre, y acompañar a su dueño por el monte, cuyos senderos debía conocer a la perfección.
—¿Dónde vas? —le preguntó, intentando un
primer acercamiento.
—Te conozco —le dijo el otro sin mirarle—. Eres
el sobrino de Ancho y te gusta mucho trajinar por el monte.
—¿Puedo ir contigo?
—Puedes, pero no sabes dónde voy.
—Eso no importa
—¿Sabes silbar?
David se llevó los dedos a la boca y silbó con
todas sus fuerzas. Los perros se volvieron.
—Vale, ven.
David sonrió y se puso a seguir los nerviosos
pasos del otro.
—No creas —le dijo, mientras saltaba detrás
de él—, yo ya he guiado vacas con mi tío.
Y fue así como se hicieron amigos, aunque
nunca llegaran a entenderse del todo, entre otras cosas porque Julián no podía
entender, ni quería hacerlo, a los escaladores: que hubiese gente que se subía
por los cortados le parecía ridículo.
A Julián le llamaban el loco porque vestía a
su manera, porque era irascible y orgulloso, porque hablaba en un tono duro, un
tono que su voz áspera parecía elevar hasta los límites de la riña. Trabajaba
en Asomo, pero también en otros valles. Le gustaba leer (siempre iba con libros
y periódicos atrasados) y los ganaderos se rifaban sus servicios, a pesar de su
carácter imposible, ya que conocía los mejores pastizales y tenía mano y un
oficio comprobados. Siempre llevaba noticias y rumores de un sitio para otro.
Aún no sabía nada de lo que ocurriría, pero debía intuirlo, por lo que pasaba
en otros valles. David le hizo entrar en el refugio. Le mostró orgulloso las
mejoras. Le sentó ante una mesa recién restaurada. Julián agachó la cabeza y
respiró los aromas recuperados de las tablas. Volvió a incorporarse y asintió
con la cabeza a lo que veía y olía.
—Siempre conocí este lugar como un henil.
Ahora parece el Hilton.
—Tú nunca has estado en el Hilton, mentiroso.
David puso en sus manos un vaso de tinto.
Brindaron por el futuro. Se rieron a modo recordando viejas historias. Julián
sacó tabaco de liar y una talega con almendras.
Salieron afuera. Las vacas tomaban posesión
de sus dominios. Los pastos se extendían hasta los cantiles como manteles
adornados. El perro de Julián olisqueaba las botas de David y mordía sus
cordones con barro.
—Te cambio el perro por un trago.
—Ese perro es mi hermano y no se cambia por
nada.
Permanecieron un buen rato en silencio,
mientras trasegaban almendras y bebían el tinto de los vasos. Observaban los
círculos que los buitres trazaban a lo lejos. Eran de los que no necesitaban
hablar para sentir la compañía. Al rato, Julián dijo:
—En los valles vecinos veo cosas que no me gustan.
Oigo explosiones desde los pastos. Están construyendo una carretera nueva, ¿lo
sabías? Ampliarán las estaciones de esquí. Construyen mucho y rápido. Casi
nunca bonito. Eso que llaman progreso lo acercan con su dinamita. Se llevan la
montaña y traen otra cosa: asfalto, ladrillos, cables, torretas, remontes,
aparcamientos. Se llevan media montaña en camiones llenos de escoria. Traen
otro mundo. Algunos prosperan con el cambio. Hay gente que está a favor y gente
en contra. Yo estoy en contra.
A continuación rebuscó en uno de sus
bolsillos. Sacó una china de hachís y empezó a quemarla sin prisas.
2
Andrés
pensaba que yo era otra abuela que le había nacido de repente.
—Tiene el pelo blanco, papá, como las
abuelas.
—No todas las mujeres con el pelo blanco son
tus abuelas, egoísta —le contestabas tú.
—Pero Lucía sí, ¿verdad?
—Lucía tampoco.
Ese afán posesivo de Andrés no podía dejar de
halagarme. Me había elegido como abuela. Me cogía las manos como un experto que
examina las pezuñas de un caballo para comprobar su salud. Luego ponía su
cabeza en mi regazo como si fuera allí donde latiera el corazón. ¿Qué oía? ¿Mi
pasado? ¿Mi futuro? Yo no había tenido hijos, no me había reproducido, Jaime, pero
no por falta de ternura, sino por exceso de algo, de miedo o de responsabilidad,
no sé. En la perspectiva del colapso, ¿cómo hacer frente al sufrimiento de los
niños que heredarán nuestro infierno? ¿Cómo gestionar, por otro lado, su mirada
ante semejante robo? Cada vez que traemos una vida al mundo, debemos explicarle
quiénes somos. Somos Auschwitz y la Quinta Sinfonía. Somos la batalla del Marne
y un poema de Gelman. No es fácil. Pero a nuestra generación le encomendamos
además otra tarea: os damos un mundo que muere. Lo hemos matado para vosotros.
Aquel día era el segundo que venías con
Andrés y nos sentamos en un banco del parque. Andrés estuvo un rato
observándome y luego se puso a jugar sobre la yerba, con un camión en miniatura
que transportaba ramas. Cuando se cansaba, se acercaba hasta mí para poner su
cabeza en mi falda. Yo le acariciaba y te contaba esto:
—En aquellos momentos, no sabíamos lo que se
estaba tramando —te dije—. El refugio se inauguró con total normalidad.
Subieron Ancho y otros concejales. Hubo un pequeño convite y las fotos de
rigor. La prensa habló de la apertura. Las revistas de montaña dieron cuenta de
la novedad y se felicitaron por ello: aquel refugio venía a paliar un déficit
histórico. Pronto empezaron a llamar para reservas. David vio a los primeros excursionistas
y escaladores superar la morrena y acercarse hasta el refugio. Todos elogiaban
la calidad de las instalaciones. Los fines de semana acudía un refuerzo para las
comidas. Las primeras nevadas ralentizaron la llegada de clientes y redujeron
su perfil a montañeros duros. El valle volvió al silencio. David veía nevar
mientras leía frente al fuego. A veces salía con los esquís, o los piolets, a
pasear o escalar una arista. De vez en cuando bajaba al pueblo. Luego volvía
con la mochila cargada de víveres. O subía leña desde el límite del bosque, en
cuévanos nepalíes que se había fabricado él mismo. En Nepal había aprendido
eso, entre otras cosas, como sabes. Creo que le gustaba el trabajo.
Luego te expliqué que de aquella estampa
surgiría el desastre, no todo iba a ser bucolismo new age, hipismo guay, porque
la vida no es guay, no siempre. Pero no ocurrió de repente, sino en un proceso
lento, insidioso, secreto, como una conspiración o una de esas enfermedades
larvadas y fulminantes, que se manifiestan siempre demasiado tarde. Durante
meses apenas se insinuó más allá de algunas murmuraciones extendidas débilmente
por los pueblos, de ciertas insistencias en torno a Ancho y una creciente
incomunicación de este con sus concejales. Quizás fue su avanzada edad, casi setenta
años, lo que le hizo perder reflejos, no darse cuenta de lo que estaba
sucediendo. O quizás fue su inquebrantable confianza en los demás, a los que
era incapaz de atribuir otras malicias que no fueran las relacionadas con el
mus o el pago a regañadientes de las tasas municipales. Nada grave, nada por lo
que un alcalde o un simple vecino debieran perder ni un minuto de su sueño.
Aquella tarde, mientras Andrés se cansaba de nosotros
y regresaba a la pradera del parque, donde vivían las hormigas y volaban la mariposas,
y su camión transportaba briznas de hojas y pinochas secas y quebradizas, incansablemente,
en medio de ese tráfico pequeño, yo me miraba las uñas al recordar aquellos
días en que todo empezó a cambiar para nosotros.
Pedro Sáez Serrano. Refugio. Ed. Desnivel, 2021
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