En
los peores días del invierno casi nadie subía al refugio y David pasaba mucho
tiempo solo. A veces, durante muchos días seguidos, no subía nadie y podía
dedicarse a las cosas que más le gustaban, como resolver problemas de ajedrez,
releer sus libros, tallar madera o mirar durante horas por la ventana que se
abría sobre el espectáculo de las crestas. Esa soledad compensaba un tanto el
barullo de otras ocasiones, cuando el refugio se llenaba de gente, en verano o
los fines de semana de la primavera, justo en el momento en que la nieve
empezaba a fundirse y resultaba más sencillo transitar por los caminos del
Isarre. En invierno venían pocos, es cierto, pero eran auténticos alpinistas: esquiadores
de montaña o escaladores ensimismados y audaces con los ojos absortos en la
cara sur del Escalinata, dispuestos a escalar su resbaladizo muro cubierto de
verglás o el corredor central que lo escinde en dos. El pico Escalinata quedaba
detrás del refugio, cerrando el circo por su parte superior, junto al Obispo.
Ambos vigilaban el silencio, administraban las ventiscas y las nubes. Poca
gente la del invierno, y silenciosa, y con las manos agrietadas de tanto tratar
con el hielo y la roca en busca de agarres. Los escaladores pedían consejo a
David sobre las vías y las aproximaciones. Algunos le conocían por la revistas
y se sorprendían de que ahora trabajase en un modesto refugio. A esos pocos del
invierno los trataba con el mayor esmero, les preparaba magníficos desayunos y espléndidas
cenas con las que reparar las fuerzas gastadas en el monte. Luego se sentaba
con ellos junto al fuego y compartían vino y cerveza mientras se contaban
historias de montaña.
Fue un día de invierno así, solitario,
oscuro, en el que subí hasta el Isarre para contarle a David lo que pasaba. No
quería que se enterase de otra forma, por medios que quizás alterasen los
detalles, distorsionasen la secuencia de los hechos y los pormenores. También quería
estar cerca de él cuando tomase conciencia de lo que realmente sucedía, porque
no sabía cómo iba a reaccionar cuando le anunciase el final del refugio, el
final del Isarre, el final de su trabajo y, sobre todo, la manera abyecta en
que todo ello se estaba produciendo. Por eso remonté las laderas nevadas con
los esquís de travesía, lijando la nieve, atravesando pendientes inclinadas,
obviando el intenso frío que se agazapaba en un paisaje silencioso. El mundo
era, esa mañana, pura niebla estática en la que se insinuaban las sombras de
las hayas, sus desnudas ramas como lanzas de un ejército inmóvil. Más arriba, a
los pies de los pinos, vestidos de delgadas y negras acículas, se formaban
halos y socavas, producidos por el mayor calor que desprenden las coníferas. Más
que indignada, me sentía decepcionada, abúlica, por una sobrecarga de asco, helada
por haber visto a Ancho herido de verdad, por haber oído de sus labios la historia
de una ejecución política. Por eso me atreví a cruzar la montaña con los esquís
de travesía, en busca de David y del Isarre, sumiéndome en niebla y nieve,
combinación ideal para perderse, para extraviarse en una nebulosa indiferente.
David solía decir que mezclar ambas cosas es lo más parecido a caminar en un
puré de patatas.
No sabía cómo iba a explicarle a David lo que
había sucedido. Pero no porque fuera complicado de contar o comprender, sino
por puro pudor, porque hay cosas que revelan una condición tan triste de la gente
que resultan indecibles.
Nosotros habíamos aprendido a esquiar en
Navacerrada, Jaime. Sabíamos que tenía que haber estaciones de esquí, pero no
en cualquier sitio, no a cualquier precio. Nunca en contra de la voluntad de un
valle.
David abrió la puerta con sorpresa. Luego sus
ojos buscaron el deseado paquete que Isabel solía enviarle, un paquete
primoroso de pasteles y viandas oculto en los macutos de los que subían hasta allí,
de los que se dejaban engañar o seducir por ese peso exquisito. Pero aquella costumbre
de otras ocasiones no se produjo, sino mi huida hacia el resplandor del fuego y
mi manera intensa de mirarle mientras acercaba las manos a la lumbre; y mi
forma débil de sentarme luego en una silla y, mientras me tapaba la cara con
las manos, en un gesto agotado, decirle tensa:
—Necesitó un té caliente, por favor.
—Nadie tenía derecho a cambiar la decisión
del valle. Lo que estaba en juego era quién decidía la realidad: si la gente o
una empresa.
El relato apenas duró media hora. Yo
calentaba mis manos en torno a un cuenco de té. Bebía pequeños sorbos precavidos
mientras explicaba a David que algo importante había pasado abajo. No una
muerte, eso no, sino una traición de baja estofa. Algo que quizás acabase con
sus sueños.
—Y quizás acabe con algo más, David —recuerdo
que le dije—, algo más importante si cabe: la posibilidad de un proyecto
colectivo y de una identidad colectiva en la que poder mirarnos dignamente, en
la que refugiarnos al final de todo. Una proyecto que nos diga que el mundo que
dejamos tras nosotros es un poco mejor que el que nos tocó en suerte. Porque
acabar con ciertas cosas, cosas que se han de dejar a los que vendrán detrás,
es renunciar a cualquier forma de identidad razonable. El expolio no es una identidad
razonable.
David se revolvía en su silla, todavía incauto,
todavía sin comprender ese torrente de dolor, ese caudal de injurias moduladas
por mi rabia rigurosa, por mis gestos desabridos. Nunca me había visto en ese
estado de indignación, helada, gesticulante y sorda, y por eso mismo quizás más
precisa. Sabía que yo tenía carácter, arranques de rabia, pero aquello era otra
cosa: una pulsión desgarrada, un rapto evidente.
David preguntó detalles, nombres, fechas. Y
supo cuál sería el destino del lugar en el que estábamos, ese lugar que nos
acogía en esos instantes limpiamente, con su fuego encendido y sus brebajes
modestos: convertirían todo en un centro de ocio. Lo harían pedazos. Lo
cubrirían de asfalto, tendidos eléctricos, remontes, un edificio termal. Algunos
se embolsarían el dinero, pillarían la pasta y a correr. Se comprarían ferraris
y horteradas, casoplones en Marbella, cosas de esas. Así que se quedó mirando el
fuego y sintió que la rabia empezaba a trastornarle. Un tremor indefinido
apareció dibujado en su mandíbula. Un ahogo creciente. Luego supo que esa rabia
no era contenible. Ni ganas.
La puerta del refugio se abrió de par en par.
David iba con los esquíes en las manos. Los arrojó sobre la nieve. Volvió a
entrar. Salió de nuevo. Llevaba las botas ya calzadas. Se acopló a las tablas
con gestos precisos. Clic, clac. Un primer impulso de bastones y cadera.
Enseguida estaba bajando. Y yo tras él. La puerta del refugio se quedó temblando,
boqueando, entreabierta. Salía humo de la estufa. Graznaban chovas.
Nos deslizamos hacia el pueblo, a todo trapo,
en medio de la densa niebla, saltando entre las piedras y los troncos, rozando los
cortados del barranco, esquivando los pinos repentinos, que aparecían y
desaparecían ante nosotros velozmente. Entramos en Asomo con los esquís en la
espalda: la nieve acababa poco antes de llegar al pueblo. La puerta del
ayuntamiento no era alta y David quedó bloqueado por los esquís en el dintel.
Así no podía pasar. Se quitó la mochila y la tiró sobre las losas. Yo hice lo mismo.
Subimos los escalones de madera, de dos en dos, de tres en tres, entre crujidos
ominosos. Entramos en el despacho de Ostos. No nos preocupamos de llamar. Ostos
era apenas mayor que nosotros, aunque parecía más viejo: tenía los pómulos
sumidos en una contracción bajo las gafas, tenía gestos esquivos y pausados,
tenía el aire somnoliento de quien ha estudiado mucho. Pero nos conocíamos
desde niños, casi parientes, y hermanos, por su amistad con Ancho, en cuya casa
pasaba más tiempo que en la suya, examinando asuntos locales, discutiendo de
cuestiones personales, asistiendo a cumpleaños y onomásticas, cenando muchas
veces en ella porque era tarde y llovía. Cuando nos vio entrar, en su despacho,
de aquella forma abrupta, su expresión viró hacia el pánico. David se acercó a él
y le tiró encima las llaves del refugio, que no eran precisamente pequeñas.
—Yo también presento mi dimisión. Pero ahora
me vas a explicar de qué va esto.
—Sal de mi despacho.
—Con los pies por delante, capullo.
Esa fue la primera escaramuza de aquella
guerra perdida, de aquella guerra que dividió al pueblo en dos bandos antagónicos,
de aquella guerra en la que se enfrentaron formas de entender la vida con
intereses inconfesables, en la que se enfrentó la voluntad de un valle contra
una conjura mercantil. Unos estaban, es cierto, a favor del proyecto, pero había
muchos más que estaban en contra.
Aquel día David no salió del ayuntamiento con
los pies por delante, pero sí con las manos esposadas y sendos agentes de la guardia
civil a sus costados. Los viejos de la plaza se frotaban las manos con el
espectáculo. Lo mismo que muchos de aquellos cuyas tierras serían
recalificadas, aunque no todos. Para muchos más, sin embargo, aquello era un
crimen de lesa democracia y también un impresentable caso de especulación
rampante.
Se creó una plataforma, se celebraron asambleas,
se convocó a los medios y se trazó una estrategia de acción contra el proyecto.
La lucha por el Isarre comenzaba de ese modo. Pero era una lucha de la que
Ancho se había descolgado, quizás en el mismo instante en que verbalizó su
desazón ante mí, como si pensase que su abatimiento, su orgullo herido o su
peso político nada aportaban a una causa de la que él era parte. Después de
todo, su formación política figuraba como impulsora del plan. Después de todo,
su sobrino aparecía como principal damnificado. Y finalmente, el chantaje y la
posibilidad del oprobio pesaban sobre sus años intachables. Poco a poco, como
consecuencia del daño y la impotencia, comenzó a deslizarse hacia la oscuridad.
Su mundo, él mismo habían sido abolidos. Como mecanismo de defensa, supuse,
empezó a desinteresarse aparentemente de todo. Un día me dijo que se sentía
fuera de la vida.
Mientras tanto, los trámites burocráticos
avanzaron a una velocidad digna de mejor causa. La proverbial morosidad de la
burocracia administrativa se trocó en este caso en una diligencia admirable.
Muy pronto el proyecto fue publicado con todas las bendiciones municipales y
autonómicas. Recibió miles de alegaciones, que fueron rechazadas. Fue
denunciado ante los tribunales porque carecía del preceptivo estudio de impacto
ambiental y porque invadía espacios protegidos. Pero eso no lo detuvo, siguió
su camino impertérrito, inasequible a las críticas, a las manifestaciones y a
la posibilidad de una suspensión cautelar. Los promotores jugaron la baza de
los hechos consumados. Una urbanización, una infraestructura, una vez
levantadas, no encontraban en España un juez que se atreviera a tirarlas por
muy ilegales que fuesen, salvo contadas excepciones. O sí. El proyecto del
Isarre tuvo suerte: el juez decidió paralizar las obras, cautelarmente, pero
para ello exigió a la parte demandante una fianza de dos millones de euros, en
previsión de que hubiera que cubrir los daños y perjuicios que la promotora
pudiera sufrir, en el caso de resolverse el pleito a su favor. Buscamos dinero
debajo de las piedras: ahorros personales, rifas variadas, conciertos
solidarios, camisetas en venta, gorras molonas, llaveros de madera, pegatinas
indelebles, cuadernos estampados, cosas así, ingenuas, candorosas y risibles.
Conseguimos recaudar 500.000 euros. Pero nos faltaban todavía 1.5000.000. Las
obras, por tanto, prosiguieron su curso, generando un daño que en cualquier
caso sería ya irreparable. Nos enfrentábamos a enemigos excesivos: gobiernos, entidades
bancarias, constructoras, leyes ad hoc, abogados estupendos, periodistas
venales. Nos enfrentábamos al poder del dinero y a sus inmensos medios de
persuasión, capaces de montar campañas para enjuagar sus desmanes, de comprar
voluntades o, cuando fue necesario, que lo fue, de recurrir a la intimidación
pura y dura. Sí, aprendimos muchas cosas en esos tiempos magníficos.
Pero, antes de que eso sucediese, antes de
que las obras empezasen, en el otoño siguiente, el hecho es que el pueblo quedó
dividido y se llenó de tensión. Una tensión que se mascaba en el silencio de
los bares, en las miradas esquinadas, en la ausencia de saludos o, cuando los
ánimos se calentaban en exceso, lo que ocurría con frecuencia, en airadas
discusiones que en algún caso terminaron en riña. Así Julián, nuestro amigo, a
quien teníamos que sujetar para que no se liase a bofetadas en cualquier
momento. Desde siempre le habían llamado el loco, propenso como era a la
extravagancia, al exabrupto y a decir sus verdades en un tono que insinuaba la
riña o la convocaba. Salía de los bares gritando en la noche, con gritos de
borracho, temblando sobre el pavés, empapado por la lluvia, por la indignación,
bajo la luz de las farolas, increpando a los zaguanes y a los coches aparcados,
tambaleándose sobre su sombra, gritando consignas improvisadas en la rabia del
alcohol: «Que salgan los traidores, los que han vendido a Ancho y al Isarre.
Que salgan los mentirosos y los mierdas». A veces se quedaba llorando en las
esquinas, borracho, derrumbado en las aceras, con las manos sangrantes tras
haber golpeado un árbol o una pared. Entonces teníamos que llevarlo a casa y
acostarle.
Sí, el paraíso del Asomo se había puesto en
marcha. Era magnífico. Hasta los viejos de la plaza, tan pacíficos y bien
avenidos, sufrieron aquella enfermedad que a todos afectó.
Pedro Sáez Serrano. Refugio. Ed. Desnivel, 2021
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