De nuevo estamos Lebowski y yo de
charla. Cada uno en su respectivo territorio confinado, cumpliendo a rajatabla
las órdenes de alarma. Lebowski harto
del encierro forzoso, de ese destierro en propia casa que le prohíbe las calles
y los árboles, las soleadas terrazas de antaño. Nunca echamos tanto de menos a
la naturaleza, ni la rendimos tanta pleitesía, como cuando era imposible
tocarla. Ni sentimos tanta nostalgia por la algarabía de las plazas y los bares
como en los tiempos de esta ley seca del contagio. La casa es el refugio.
Cuando la casa es la cárcel, no es la casa.
Lebowski hace tele curro y cuida
de su hijo, pero cada día le cuesta más soportar la lejanía. Por echar de
menos, echa de menos hasta la oficina y el cuñadismo de algunos de sus compas.
La vida tal cual era antes. La que quizá ya no vuelva. Porque tenemos más o
menos claro que esto no es solo una pandemia, sino el ensayo de una sociedad distinta
y quizá disciplinaria.
- En Francia y en Alemania se
puede salir a correr, de uno en uno y de manera responsable -dice.
- Pero si tú no corres, Lebo -le
digo- solo bebes cerveza y tocas la trompeta.
- Ya, tío, pero con tal de salir
de aquí, sería capaz de renunciar a mis principios y echarme unas carreras. Y
luego está la líbido -añade.
-Yo la tengo por los suelos –digo-
lo cual es conveniente.
- Eso te pasa por tocar muertos -me contesta.
- Es posible –digo.
- De todas maneras, parece que le
has tirado los tejos a esa Sonia.
- Son tejos muy leves. Y por
internet. No es por nada. Es porque me cae bien. Por ternura.
- Putos románticos - dice.
- Ya, tío.
Estamos tomando una cerveza. Nos
separan 4 metros. Es la primera cerveza que me tomo en tres semanas.
- Esto va a durar, colegui – dice-
y no va a haber una salida justa. Va a ser como la otra vez: los ricos más
ricos y los pobres más jodidos. ¿Todos unidos contra el cóvid? Los cojones. En
Nueva York los ricos se han ido a sus palacios en la costa. Les llevan la comida
en helicóptero. El rey de Tailandia está en su mansión francesa con un ejército
de concubinas. Aquí te hacen el test más pronto si eres de la élite. Aznar vive
en Marbella. Me descojono de todo.
- Es la hora de los aplausos
–digo.
- Va a aplaudir Rita.
- Por lo menos podías sacar la
trompeta y dedicarme un tema.
- ¿Qué tema?
- El Cóndor pasa, me haría ilusión.
Lebowski se mete en su casa y saca
la trompeta. Hace con ella unas pedorretas preliminares, unas notas hoscas y
agrias, y luego toca la canción para mí solo.
La música se extiende por el cerro donde vivimos. El vecino de enfrente se asoma a la ventana. Lúa se tiende a los pies del trompetista.
El mejor poeta en lengua
castellana de la historia (vale, sí, con permiso de San Juan, Quevedo, Lope,
Aleixandre, Gelman, etc) no era español, sino cholo peruano. Cholo es como se
llama en la zona andina a los amerindios. Durante mucho tiempo tenía una
connotación despectiva, criolla. Pero poco a poco se ha ido neutralizando. El
año pasado se hicieron famosas las cholitas alpinistas, un grupo de mujeres
bolivianas vestidas siempre con sus llamativas polleras. Estas mujeres
trabajaban al servicio del turismo de montaña: cocinaban en los campos base,
ejercían de porteadoras, de limpiadoras; pero nunca subían ellas a las
montañas. Hasta que decidieron hacerlo. Subieron al Aconcagua. No llevaban ropa
de montaña tecnológica, sino sus trajes tradicionales. Se han hecho famosas en
este mundo nuestro, tan dado a las noticias espectáculo, porque verlas
empoderadas nos hace sentir buenos, mejores, guays, desde el sofá de casa.
¿Y qué tiene que ver esto con el
Hospital? Pues que la mayoría del personal que trabaja en la limpieza son
cholitas. No sólo es un trabajo muy feminizado, sino que además lo ejercen mayormente
inmigrantes. Y ahora haré una pregunta malvada, que quizá no se asocie con todo
esto que cuento: ¿desde cuándo se han instalado ustedes Telegram en sus
móviles? Contesten esa pregunta (en privado, por supuesto, en sus casas, si
quieren) y luego junten las piezas de este rompecabezas.
Mi segundo día en el pabellón D.
Las limpiadoras ya están haciendo su trabajo. Estas limpiadoras (de las cuales
conozco a cinco: tres amerindias, un
argentino y una española) están ya dando tralla. Si no estuvieran, en el
hospital no se podría trabajar y aquí nadie se curaría. Estas muchachas se
tienen que poner súper epis y entrar en las habitaciones y limpiarlas. Pero eso
no se considera factor de riesgo laboral ni resulta épico ¿Por qué no? No lo
sé.
Hay algo muy curioso con las
cholitas. Aunque son tratadas con el mismo cariño y respeto que reina en este
hospital para todo el mundo, su trabajo es un aparte. Y no porque no se valore,
todo el mundo lo valora aquí; sino porque ellas lo hacen como ajenas a la
coreografía del resto del personal. ¿Qué quiero decir? Cuando cualquiera sale
de las habitaciones, siempre hay un compañero al lado para desinfectarte los
zapatos con vietcong, darte otros guantes, echarte en las manos gel hidroalcohólico,
ponerte la batea delante para depositar las gafas, ya bien impregnada de alcohol
etc. Eso pasa con todo los trabajadores de la escala laboral sanitaria
(médicos, enfermeros, auxiliares, celadores) pero casi nunca con las
limpiadoras. No es por nada, es porque suelen trabajar solas en las
habitaciones y el resto de la gente está siempre haciendo algo. Cuando yo no
estoy haciendo nada en concreto, les hago ese servicio a las limpiadoras, que
se suelen sorprender de que alguien lo haga. Hay veces en que yo salgo de una
habitación y tampoco hay nadie para ayudarme y lo tengo que hacer solo, lo cual
es más incómodo y menos seguro. Y lo mismo le puede ocurrir a un enfermero o a
un auxiliar. Pero son excepciones. Con las limpiadoras es la regla. El servicio
de limpieza está externalizado. Ya sabemos qué suele significar eso. Suele
significar peor paga, mayores riesgos laborales y poca capacidad de protesta.
Mi segundo día en el pabellón D,
decía. Hacemos todo más o menos como el anterior, solo que ahora yo estoy más
tiempo ayudando a Ángels, aunque también ayudo a Ana. Ya dijimos que Reme
estaba enferma y por tanto nos falta una persona. Pero sacamos bien el trabajo.
También alguna enfermera echa una mano con la limpieza de los pacientes. Ángels
es catalana y le gusta decirlo. Llevamos a un paciente al baño y sale el tema.
Y Ángels le pregunta que cómo le caen los catalanes. El otro dice, mientras
intenta defecar, “pues mira la que han
montado” etc y Ángels contesta “Pues yo soy catalana y te voy a limpiar el
culo.”
Ese día tenemos un alta. Eso
siempre es una gran noticia en cualquier pabellón. A mí me emociona mucho. A
primera hora, cuando entramos en la habitación del paciente que se marcha, se
lo decimos, aunque por supuesto él ya lo sabe, se lo han dicho los doctores el
día anterior. Y los tipos están eufóricos, no paran de hablar. Una de las
señales inequívocas de que alguien se ha curado es que recupera la voz. No un
hilo deficiente y cavernoso y débil de sonidos ininteligibles, sino una voz
entera, una voz completa, llena de palabras. Una voz que ha vencido a cóvid. A media mañana vienen dos de sus hijos a
buscarle. Mientras esperan afuera, en la habitación preparamos al paciente, le vestimos, le
abrochamos todos los botones de la camisa, la chaqueta, le echamos colonia, le
peinamos y le ponemos guapo. Al salir de la habitación se le desinfecta como a
todo el mundo, aunque a veces da pena
echar vietcong en zapatos de piel. Se le da también una bolsa con guantes y
mascarillas. Yo le ato la mascarilla por detrás. El señor no para de dar las
gracias a todo el mundo. Aplaudimos. Se me pone la piel de gallina (¿pero no
eras un tipo duro? ¿Quién yo? No creo. Te equivocas de persona. Ese es
Lebowski. Te asaltan de nuevo las citas literarias, fragmentos de obras,
diálogos. Es lamentable, has dedicado más tiempo de tu vida a leer que a
cualquier otra cosa. Y en algún sitio escribiste que la única poesía que vale
es aquella que te puedes llevar puesta, sacarla de paseo por la calle. Pero
esto que recuerdas ahora ni siquiera es un poema, es el diálogo de una novela
de Chandler, el maestro de la novela negra:
“- ¿Cómo un tipo tan duro puede ser a la vez
tan tierno?
- Si no fuese duro, no estaría
vivo. Si no fuese tierno, no merecería estarlo.”)
Saco al señor en silla de ruedas
hasta el coche de los hijos, quienes tampoco dejan de dar las gracias. Le
acoplamos en el asiento de atrás. El señor está verdaderamente feliz de ver a
sus hijos y volver a casa. Entro de nuevo. Desinfecto la silla de ruedas con vietcong, bien repartido por todas sus
secciones: los tubos, los brazos tapizados, el respaldo, el asiento, las ruedas,
lo más importante son las ruedas. La llevo al almacén de sillas, no sé por qué
en este pabellón hay tantas sillas. Cuando vuelvo, me dicen las auxiliares que
la mujer de ese señor murió de cóvid. Y que él todavía no lo sabe. Entonces yo
tampoco quiero saber, no quiero ver la escena que se producirá en ese coche que
se aleja por los viales del hospital. No quiero estar en ese coche. No quiero
ver esa escena. Entiendo que solo un artista auténtico sería capaz de verla y de
decir algo importante al respecto. Y sin embargo, todos vamos también en ese
coche. No, no vamos dentro. Lo vemos desde arriba, como en una toma realizada
desde un dron. Se ha detenido en la rotonda. Está a punto de salir a la
autopista. Se perderá entre otros muchos coches. Le perderemos de vista, para
siempre, en la gran autopista que lleva hasta Madrid. Y no sabremos exactamente
qué ha sucedido dentro.
Acaban las cholitas la limpieza.
Recogen las bolsas rojas y las bolsas negras. Se van con sus trajes de
alpinistas, a cambiarse. El cóndor pasa por encima del pabellón, extiende sus
alas negras. Yo me marcho también. Silbo la canción. Me meto las manos en los
bolsillos del uniforme, mientras miro al Aconcagua. Me pongo la capucha del anorak,
porque no deja de llover en este abril precioso. Me acuerdo de un poema de
Vallejo, me lo llevo puesto, lo saco de paseo por la gravilla brillante por la
lluvia del hospital. Chejov escucha: “Hay golpes tan fuertes en la vida, yo no
sé”. Y asiente a su manera.
Pedro Sanz Serrano. Diario de un celador insomne. Ed. La Vorágine, 2022
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