Todo empezó como empiezan las historias, por una casualidad o por un resbalón. En este
caso se combinaron los dos factores. La casualidad hizo que alquilaras un apartamento
desde el que podías ver sin mucha exposición el balcón interior que aliviaba la oscuridad
del mío. Un resbalón hizo que golpearas el marco de tu ventana con la contundencia de
un saco de cemento y que yo te pillara fisgando, husmeando mi humo, viendo mi perfil
no ensayado.
- ¿Te has hecho daño?
- No tranquilo, solo en mi dignidad
El sarcasmo y esa sonrisa de medio lado entre disculpadora y enmascaradora, y el
enrojecimiento de tus pómulos y tus hombros descubiertos y tu cuello interminable y el
timbre de tu voz y la comisura derecha de tu boca y la mano con la que sujetabas el codo
golpeado, de dedos alargados, de venas marcadas, de promesas y delirio enredados…
confieso que te deseé casi de inmediato. Claro, yo te dije luego que me había enamorado
de ti en el momento, pero debo ser sincero: te desee en el momento… lo demás no sé si
llegó a suceder, si solo quise que sucediera o si ahora lo niego en venganza.
No sospeché nunca de la importancia del balcón ni siquiera cuando aquella nefasta
decisión me hizo abandonarlo.
El hecho es que te deseé e hice lo imposible por trabar conversación contigo para así
dejar que mi imaginación jugara con tu blusa, que tuviera tiempo de visualizar tu ropa
interior –a estas alturas ya sabes que soy fetichista-, que pudiera decidir si te gustaba el
vino o el trago fuerte, si fumabas o no, si leías poesía o ensayo, si follabas rico o no.
Decidió mi imaginación, habituada a tomar la iniciativa por mi, que sólo bebías vino
tinto, que fumabas pero marihuana y exclusivamente en la noche, que hacía años que solo
comprabas ropa interior negra, que hacer el sexo contigo era una operación delicada y
firme en la que yo sería devorado respondiendo a tenues órdenes susurradas al oído y que
había sendos libros de poemas esperándote en la cocina, en el baño y al pie de la cama.
Cuando por fin te animaste a invitarme desde tu ventana a abandonar mi balcón y
tomar en tu casa un aguardiente de la vecina y malencarada república –ese que siempre
me ha dado arcadas- no presté atención al pequeño error de cálculo. Pero sí me empecé a
preocupar cuando pude ver tus bragas blancas de deportista sobresalir por encima del
pantalón suelto de colorines mientras te agachabas a apagar el televisor y me contabas
que la final de la enésima edición de Operación Triunfo te tenía enganchada al aparato
ese del que yo no tengo recuerdo.
Acababa de pasar la Semana Santa y yo creía que mi Vía Crucis particular se traducía
en la racha de fracasos amorosos sexuales que llevaba a cuestas. No me puse muy
exigente. Me seguía gustando tu cuello y tus labios seguían teniendo el efecto imán de
aquel primer resbalón. Así que seguimos encontrándonos a tomar “el aguardientico” (yo
que lo odio fingí como se finge en esa extraña fase inicial del escarceo en la que se niega
la evidencia con tal de no ser evidente). Otro trago. Un trago más hasta aquel día en que
me atreví a deslizar mi mano debajo de tu camiseta (nunca vestiste blusa). Tu no la
retiraste. Tampoco es que fueras muy activa: cerraste tus párpados como quién hecha el
cierre metálico al negocio diario y te dejaste hacer, abandonada a mi activismo sexual ya
desengrasado, torpe por instantes.
Ahora, armado de esta sed de venganza más dulce que cualquier anhelo de amor, te
confieso que me aburrí desde esa primera caricia y desde aquella primera noche en tu
cama. No fumabas marihuana –tampoco- y al pie de tu cama sólo había otra pantalla de
televisor en la que te empeñaste en sintonizar MTV –“para llevar el ritmo”, alcanzaste a
musitar-. De hecho fue lo único que dijiste. Ni órdenes susurradas ni un carajo. Sumisa,
entregada a una patética pasividad que no va ni con nuestro tiempo ni con mi esquiva
actitud de macho latino, mucho más tendente al disfrute mutuo que a tomar posesión del
terreno conquistado.
Pero.. bueno, como son las cosas, el juego duró un par de meses. Yo, en seguida,
evalué pros y contras y consideré que me convenía esta relación sin sal pero con
suficiente grasa como para mantenerme aceitadito, fácil, casi escurridizo a los
sentimientos. Tu no pedías mucho –solo que de vez en cuando siguiera saliendo a mi
balcón a fumar-. Yo no pedía nada, excepto una excusa para salir del hueco triste en
donde los espejos me devolvían una imagen grotesca, apenas humana, y dejar de aspirar
cada noche el humo de mi tristeza en ese balcón plagado de hormigas y tan enjuto que
debía acomodarme con medio cuerpo dentro de la sala.
¿Nos amamos? No creo, pero yo decidí hacer cambios en mi vida para responder
a la supuesta relación incipiente. Quería que te dieras cuenta de que detrás del pesimismo
crónico que destilaban mis palabras en las conversaciones que solían dormirte se
escondían unas ganas terribles de vivir, de tener razones para hacerlo.
Me corté el pelo porque de alguna manera esa melena desarreglada era reflejo de
mi alma y, ante todo, decidí dejar de fumar: un evidente gesto de amor para demostrarte
lo que me importabas, para dejar de colgarme de la ventana de tu habitación para aspirar
el humo en las postrimerías del sexo sin apestar tu apartamento.
Tu humor también cambió, la parca simpatía que destilabas conmigo se convirtió
en frialdad calculada, las cuatro caricias que de vez en cuando me regalabas en un
despiste desaparecieron del repertorio repetido cada noche. Tus caderas, habitualmente la
única de parte de tu cuerpo que jugaba conmigo, frenaron en seco para convertirte en
momia egipcia siendo arrasada por un pelón pesado.
***
Hasta hace una semana. Volví de ese viaje de trabajo cargando una estúpida muñeca de
trapo que pretendía regalarte y con un singani para ver si te apartaba de la nociva
influencia del aguardiente. No me abriste la puerta. Miré por la ventana de la cocina y me
pareció ver el apartamento vacío: de ti, de muebles, de vida. Le pregunté al cuidador del
edificio y me confirmó que te habías ido sin dejar la nueva dirección y sin ningún
mensaje.
Me senté en el área social, esa donde los niños se mean en la piscina y las madres
hablan con sus amantes aprovechando que el papá está follándose a Messi con la vista
delante del televisor. Abrí el singani y lo apuré con la calma del que no tiene otra cosa
que hacer que morir con la lentitud de los días.
Al llegar a mi apartamento encontré, deslizada bajo la puerta, la estacada final:
“Querido, la verdad, la mera verdad es que solo me excitabas cuando fumabas en
el balcón. Verte haciendo malabares con tu cuerpo y con el humo, imaginarte diferente a
lo que eres, pensarte pensando otras cosas que las boludeces que me has contado. Esa
renuncia a lo único que te hacía valioso, o quizá solo atractivo, para mi fue definitiva.
By”.
Busqué en el cajón de los escondidos, saqué un Piel Roja, me fui al balcón con mi
libreta de anotaciones y, encogido, garabateé:
“Qué extraño morir un poquito, un instante, como si fuera para siempre. Qué
desconcertante morir así estando vivo. Apuro la quietud para que me confirme el espacio
en el que soy. El humo quiere colarse todo en el laberinto que parezco ser. Cuando se le
prende fuego a este hilo todos los tejidos se hacen innecesarios. Desnudo de mi en esta
pequeña muerte, de pie en este balcón ya sin vistas, plagado de goteos y de enmohecidos
canales, no miro nada. Solo espero que el destino, ese que juega a ser esquivo, algún día
me reintegre este órgano cuyo tejido pavonea su necrosis para solaz de tus recuerdos. En
este instante solo tengo humo para cerrar este paréntesis”.
Ojalá que este incendio de cenizas prenda tu cama y tus miserias. Te amo en tu ausencia.
Paco Gómez Nadal. Desencuentos (De amor, muerte, resistencia y ron). Ed. El Desvelo. 2023
No hay comentarios:
Publicar un comentario