[tapices]
Toda Sevilla arde
tras la noche de refriegas en las plazas. Las masas de cadáveres ocultos en
los pozos cuyas aguas enmohecen se desfondan, mientras se deshilachan
lentamente entre caricias los restos de su carne. La humedad de la tierra con
su peso que arrastra a lo profundo contra la sequedad del mes de julio que
avarienta se empapa de las vísceras tapadas por el polvo en su vacío que ya
se funde en blanco. Resuenan espingardas, venablos y saetas por las
encrucijadas de las calles retorcidas. Intestinos. Al impulso del nitro y del
azufre, proyectiles de bombardas que horadaron armaduras, rociando tanta sangre
sobre la tierra seca: los soldados tras los ajimeces. En las torres de san
Pedro y san Román quedan algunos partidarios del marqués. Ahora el silencio
comienza a apoderarse de los barrios.
Refugiados en la torre de San Marcos –donde casi nos matan- contemplamos los
huesos de la iglesia tras el fuego. Los rescoldos que lamen la madera, las
figuras como una pira ardiente retorciéndose hasta el cielo. Carne quemada que
apesta. Tantos años de guerras y de muerte, de vasallos sin señor a quien
servir con honra. Entre dos hijos que se arrojan nuestros cuerpos contra sí
buscando solo controlar el concejo, en contra de la casa que aborrecen, cuyo
rencor se arraiga más y más en esta tierra. Tantos años siempre escogiendo
entre dos males siempre con las manos que se manchan en la noche con la sangre
de los cuerpos que dejamos atrás, que ni siquiera vemos, en la noche, aunque
sus ojos arden como puntos que no puedes borrar. Y si no fuera no mirar
imposible y no chillara cada ladrillo o piedra de estas calles por entregar a
Juan Pacheco el campo despejado, si no fuera como sembrar de muertos la ciudad
y abrirla en dos para que la violasen después de saquearla. Si no fuera no
mirar imposible. Triste Castilla en tantas manos rota, doliente tierra siempre
maltratada.
[cincel]
Aquí donde la ves es una máquina de una
gran precisión: penetran sus cuchillas entre el lóbulo parietal y occipital e
instala ahí sus cables. Puedes hacer la prueba: acércate hasta aquí, deja la
nuca en esta almohadilla y ahora cierras los ojos y la aguja... Azul, azul... Y
no sentir ya nada.
[sala
capitular]
Hablando de su
muerte en este tanatorio (con tus ojos ya cansados de llorar) llego a palpar
por un instante un espacio común sin las barreras que un tiempo levantamos. No
es mentira, sino consumación anticipada de un más allá que acucia y nos
espera: pues llegará ese día (quemado ya en el fuego cuanto sobra y nos ata y
nos tortura) que podamos sentarnos otra vez como esta tarde y a cielo abierto
hablar.
[laberinto de Reims]
La mordedura del pecado, sorda
como piedra en la carne
hirviente
a cuyo peso
vuelve a hundirse esta tierra.
En el descenso
-tobogán de arcilla
negra – quién pudiera
sostener la mirada.
[calavernario]
Qué tienes contra mí que así
regresas a este rincón de mala muerte en que mis restos se pudren, se carcomen,
se deshacen, qué te trae otra vez a tanta sombra. Si pudiera hundirme en esta
noche para siempre y no sentir ya más, ni despertarme a ti, ni verme suspendido
en esta rueda, donde no encuentro refugio al que escapar, donde perderme.
[fossa sanguinis]
Lapidada su imagen obsesiva –ese
semáforo fijo intermitente-: el dolor del parásito, su rostro- o el conector
injerto en un cerebro extrae bruma. Si debajo de tanta piedra al fin se hallara
Dios.
<CORIFEO:>
Tanta belleza sobre mí
me unge:
Y no saber cantarla.
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