[Quién iba a imaginarlo. Ella no, desde luego. Siempre había visto esas manos grandes,
plagadas de los callos que parecían haber nacido con él, fuertes al saludar, fuertes al
despedir. Nadie hubiera imaginado esa tersura.]
“Señora Goldberg, los compañeros y las compañeras ya están esperando, yo creo
que va a sentir el calor pero, al menos, debajo del gacebo, este sol de hoy no la va a
molestar”. José Concepción Alauri le hablaba como si fuera blanca. “Es un tema de
cuenta corriente”, le decía su marido para molestar. “Bueno, y de ese estilazo que te
gastas con los campesinos. A todos los efectos, eres más blanca que yo”. El líder de los
campesinos de la vereda del Guamo la trataba de la manera preferencial en que se recibe
a un invitado en casa, es cierto, pero nunca con reverencia postrada. Nunca un “doctora”
o un “licenciada”, nunca una mirada al piso, nunca un agradecimiento en exceso por su
ayuda en la organización de esa pequeña e insignificante trinchera frente al gigante azul y
verde.
“Por esta tierra, por esta gente”, rezaba el lema que el gigante azul y verde
estampaba en cada migaja que repartía en los alrededores del Guamo para ganar adeptos
y acorralar a estas 23 familias de color dudoso, de mezcla centenaria, de historia borrada
por las huellas de su propia pobreza y redignificada en la construcción de su resistencia.
“Lo que yo no entiendo” –se arrancó La Mulata- “lo que yo no entiendo es por qué
no pueden inundar otro sitio, donde no haya gente ni animales que cuidar. Recuerden:
aquí pedimos muchas veces al Gobierno que nos ayudara a exprimir esta tierra y los
funcionarios que alguna vez vinieron nos dijeron que los predios no valían nada y que
esto no servía ni para hacer una represa”. La Mulata a sus 46 años parecía arrastrar más
bien 60, o quizá era que como empujaba a sus cinco hijos a cuanta reunión se convocaba
siempre parecía más cansada y canosa de lo que su pelo negro y duro transmitía. Hasta
que hablaba. “Cuando la mulata habla a todos se nos encogen las huevas”, bromeaba
siempre El Casto cuando llevaba dos cervezas de más. No era solo lo que decía, sino
cómo lo decía: su tono de voz, su mirada sin excusas, su corporalidad sin urgencias.
“Entonces lo que yo no entiendo –redondeó La Mulata- es porque ahora resulta que nos
van a levantar la pinche hidroeléctrica justitico en donde están nuestras casas y nosotros
nos tenemos que ir”.
[Ana Goldberg no hubiera sospechado que al hacer contacto con su piel negra y
cuidada, las yemas duras y ásperas de José Concepción Alauri se convirtieran en plumas
silenciosas capaces de resquebrajar su resistencia. Cierto es que, a veces, cuando José
Concepción cerraba las reuniones de la vereda con esa contundencia y esa suavidad tan
de él, Ana Goldberg se perdía por segundos en los ojos verdes de este hombre a los que
jamás le hubieran pegado pupilas tan boscosas.]
“No podemos ir de frente contra el desarrollo de estos proyectos. Somos pequeños
y ellos tienen mucho poder, pero sí podemos conseguir que les respeten sus derechos
constitucionales”. Sonaban tan estúpidas sus palabras. Hacía unos meses le hubiera
parecido que esas eran las únicas posibles. No porque fuera un discurso aprendido en los
talleres de formación sobre incidencia política que tomó en Buenos Aires, ni porque ella
no tuviera fuerza para luchar en otras trincheras semánticas. Es que le parecían las
adecuadas, las mejores, las palabras que podían conseguir algo dentro de este sistema.
“Hay que aprovechar las reglas del sistema, hay que construir desde la institucionalidad”,
solía insistir en las reuniones internas de la organización que dirigía. Ahora todo era
diferente. Las últimas semanas había aceptado el reto de José Concepción Alauri y todo
era diferente.
“Por esta tierra, por esta gente”. El gigante verde había invertido unos dólares en
comprar papeleras instaladas donde no había papeles y bancas de jardín para adornar la
vereda donde sólo se transitaba. Los “derechos” de los campesinos se completaban con
un solitario parque prefabricado de juegos para la infancia –esa que pasaba el día con el
lomo doblado en los cultivos de papa y yuca-, un centro de salud al que ningún médico
había asomado y una fuente en lo más parecido a una plaza del pueblo que, en realidad,
era la entrada al templo evangélico que amenizaba las tardes con sus atronadores
sermones de megáfono. Allá, en esa fuente con querubines importados y peces de alta
montaña, solía orinar con precisión cada noche, de regreso de la tiendita, El Casto. “Al
menos, que esta mierda sirva pa’algo. ¡¡¡Carajo!!!! Y miren hijoeputas: no fallo ni
una…”.
“Señora Goldberg, con todo el respeto que me merece y con temor de ofenderla,
pero si me permite…”. Ella le permitió pasar la frontera invisible que sí los separaba. La
que separa la ciudad del campo, lo formal de lo empírico, lo teórico de lo práctico, la
racionalidad prudente y temerosa de esos instintos impulsivos que José Concepción
domaba a su antojo según las circunstancias. “Usted está orinando fuera del tiesto”. Se
agolparon en la cabeza de Ana Goldberg todas las recriminaciones que conocía: ingrato,
maleducado, bruto, desagradecido, ignorante… incluso algunas que su formación católica
y sus maneras de colegio de monjas le impedían traducir de manera literal. “… pero es
que usted viene, habla con nosotros, se solidariza y se va. Yo no conozco su casa y me
alegro de que la tenga, pero imagino que es cómoda y tiene acueducto y hasta ventanas
de vidrio, que me imagino yo. Y sus hijos, porque usted me dijo que tenía hijos, van
limpios a la escuela y los recoge en busito y eso… Por eso le digo señora, con todo el
respeto que me merece su merced, que está orinando fuera del tiesto. Mi gente no está
defendiendo cosas, ni quiere conseguir cosas. Mi gente a lo que se subió fue a un bus de
dignidad. Es que lo que estamos hartos es de que nos pateen, de no existir hasta que les
hacemos falta. Mejor dicho, hasta que les estorbamos… porque falta ni les hacemos”.
Bruta, maleducada, ingrata, ignorante, desagradecida… ahora era Ana Goldberg la que se
miraba al espejo y se arrojaba las palabras trancadas. Este hombre acostumbrado a
arrancar la yuca con sus manos y a pensar desde el alma –que no desde el estómago- la
estaba arrastrando en la civilización de su origen sólo para mostrarle el abismo de
comprensión que los separaba.
En la casa de La Mulata había un escalón que Ana Goldberg no alcanzaba a
entender. Eso es lo que acontece con la arquitectura de los pobres: escasa en lo necesario
y barroca en lo accesorio. El escalón doble separaba los dos ambientes de la casa: la sala
que era entrada y donde le acomodaron la hamaca a esta abogada negra –casi una
contradicción para la gente del Guamo tan poco acostumbrada a los avances de la ciudad-
, y la cocina y cuarto amontonado de La Mulata y la caterva salida de sus generosas
caderas. El escalón la encaramaba desde la sala para obligarla a descender de nuevo en la
cocina-cuarto. Inútil, pero elegante. En este último espacio, una puerta de madera que
ajustaba con un clavo grande y oxidado daba paso al patio de uso múltiples donde tras
bajar cuatro escalones -esta vez sí necesarios- se accedía al baño de la casa, al grifo
autista que hacía de lavadero, a las cuerdas donde colgar la humedad de su vida y al palo
de mango que hacía de tienda de golosinas para los cinco varones que tres hombres
diferentes le habían ayudado a engendrar a La Mulata. Las primera horas allá fueron
difíciles. Ana Goldberg había llevado pocas cosas para no dar una imagen demasiado
burguesa. Sin embargo, cada paso la hacía sentir mal. La Mulata había gastado unos
reales en fumigar la casita. “Pa que no se la coman los zancudos, que usted es nueva por
estos lados”. Ninguna de las dos entendía muy bien el experimento de José Concepción
pero todo comenzó a caminar mejor cuando La Mulata, cansada de tanto ‘por favor’ y
‘perdone’ le escupió a Ana Goldberg: “mire Anita, este es mi hogar y me ha costado
levantarlo tanto como a usted el suyo. Así que yo me siento orgullosa. Ni tenga pena ni
pesar que tanta ‘p’ se le va a atragantar con la avena”.
[Con el mismo respeto, calma y dignidad con los que le hablaba, besó José
Concepción Alauri los muslos, la espalda, las axilas, el vientre, los pechos, los talones, el
anverso de las rodillas y el sexo de Ana Goldberg. Con la misma sorpresa y con mucho
más placer que al mirar sus ojos verdes, Ana arqueo su cabeza y su torso al recibir a todo
este hombre de piel agrietada en su cuerpo húmedo de vida. Su boca se abrió para no
gritar, pero dentro, allá adentro, sintió como si alguien hubiera descubierto zonas
clandestinas o vetadas hasta ese momento.]
“Sean razonables”. El mensaje del gigante y de Palacio era igual: trabajamos para
que se cumplan sus derechos –“y a los izquierdos que les jodan”, habría respondido El
Casto si no hubiera muerto de cirrosis hepática 11 días antes de este encuentro-. El
progreso del país, el consumo de energía para alimentar los aires acondicionados y las
neveras de la ciudad (un 78% del consumo eléctrico del país) precisaba de esa
hidroeléctrica y desde Palacio ya estaba listo el pingüe cheque para que los excluidos
mejoraran su nivel de vida un 4% y para que el gigante procediera a engullir tierra y
casas en pro del desarrollo. El licenciado Méndez no podía entender, entonces, que Ana
Goldberg, con la que tantas veces se había reunido, fuera tan poco razonable ahora y no
le agradeciera el hecho de haber convencido a Palacio, de donde salía el salario de
Méndez, y al gigante, de donde presionaban a Palacio, de que para evitar demandas
internacionales lo mejor era pagar y ya. Las exigencias de Ana y de su organización se
habían cumplido: la Policía se retiró de El Guamo, se valoraron las propiedades de los
expropiados –tan pírricas que al gobierno le dio vergüenza e infló un 10% las
indemnizaciones-, se pidió autorización a la Asamblea Nacional para un crédito adicional
al presupuesto y el presidente firmó en Palacio el decreto que permitía compensar a las
23 familias de la discordia. “¡Qué misericordia la suya!”, espetó el capellán de la Primera
Dama al saber de la excelsa firma del ungido en las urnas.
La Mulata lo tenía claro y por eso localizó a la mamá de su penúltimo hombre para
pedirle que se quedara con dos de los niños. Su hermana, fuerte como una ceiba y
paciente como un perezoso, se hizo cargo de los tres menores. La casita en el Guamo, de
pronto, infló sus pulmones y se hizo grande y poderosa. La presencia allá de Ana
Goldberg y la ausencia de los pequeños la convirtieron en el cuartel general de esta
avanzada. A veces, en esas noches de planificación y agite, José Concepción alcanzaba a
doblegar su parquedad y miraba a Ana de reojo buscando una respuesta. A veces, entre
falsas convicciones de victoria, Ana se angustiaba ante la necesidad de compaginar una
vida viable y estática ante otra imposible y provocadora. A veces, convencida de que en
esta se dejaba la piel, La Mulata deseaba morirse para dejar de estar sola a pesar de
dormir rodeada de esas diez piernas que no se movían sin su aliento.
[Se hizo costumbre la ronda nocturna de José Concepción por la trocha empinada y
pedregosa donde vivía La Mulata. Las pisadas eran señal suficiente porque nadie más
caminaba a esas horas ni por esos limbos. Ana descendía de la hamaca como un gato,
empujaba la puerta que era más silenciosa que su aspecto y se encontraba con él en el
terreno baldío de enfrente. Fueron seis noches. No más. Y para Ana fue renacer en la
posibilidad del amor no construido. En esas mismas noches, José Concepción se sintió
mujer y hombre, serpiente y tigre, maestro y alumno, poderoso y arropado en un juego de
dicotomías que lo persiguió el resto de su existencia. Aunque a su existencia le quedaran
unas horas, o unos días, que depende siempre de cómo se cuenten los instantes.]
El día en que el presidente de Palacio llegó al Guamo todo estaba listo. Las botellas
de agua mineral fría para confrontar la sequedad de este viento sin mar; las toallas
blancas para entregárselas en los pocos instantes de intimidad para secar sudor y eliminar
secreciones ajenas; el discurso con copias y los periodistas para recibirlas y reproducirlas,
y el representante del gigante vestido de safari por aquello de la integración con el
pueblo. Cuando la primera piedra iba a ser puesta cientos de piedras milenarias volaron
sobre la comitiva oficial. Palacio, que siempre era precavido, tenía una unidad
antimotines preparada y escondida que apareció de manera tan repentina como las piedras
y las pancartas que el pequeño grupo de resistentes desplegó. Las piedras se acabaron en
el segundo embate y las pancartas solo aguantaron de pie lo que las piernas de esas 17
personas tardaron en doblegarse. Los gases estaban ahogando a La Mulata, que buscó a
Ana Goldberg en un gesto reflejo provocado por las últimas semanas de convivencia. A
José Concepción un tolete metálico le golpeó la cabeza con tal violencia que la abrió
como un melón maduro para disponer. El presidente de Palacio habló luego, con una leve
marca en su frente, de acciones terroristas de grupos de antipatriotas deseosos del fracaso
de sus políticas y dispuestos a trancar el desarrollo tan merecido. Garantizó, eso sí, que
todo el peso del Estado y de la Ley caería sobre los responsables. Al final del
comunicado oficial y después de una extensa explicación de las heridas sufridas por los
agentes de la Policía se resumía en una frase el parte de víctimas entre los ‘agitadores’.
Si El Casto hubiera estado vivo hubiera aceptado la plata oficial sólo para poder
bebérsela y cagarse en los muertos que ataron a sus vivos. Hubiera chupado hasta el
amanecer durante cinco días seguidos y hubiera pagado trago ajeno hasta perder la
conciencia. Si El Casto viviera otra cosa sería. Quedaría memoria, tal vez… alguna de
sus décimas mal rimadas recordaría a los mártires en los días de quincena: La Mulata
(Soledad Almanza, que tenía nombre para morir), José Concepción Alauri, Feliciano de
Jesús Alape, Dora María Arauz y Ana Goldberg.
Algunos domingos, como muchas familias de la ciudad de diamante, el viudo de
Ana Goldberg y sus dos hijos van a la pradera con juegos mecánicos infantiles que el
Gigante construyó al lado de la descomunal pared gris que contiene las aguas. A
diferencia de las otras familias, estos tres fantasmas no vienen a almorzar ni a corretear
por la senda de observación ecológica. Con ayuda de los dos hijos mayores de La Mulata
limpian el monte que terco se empeña en enterrar las cinco crucecitas dobladas a 150
metros de donde ahora está la represa de la hidroeléctrica El Porvenir. Todavía está
clavado junto a ellas un cartel que pintó el más artista de la comunidad: “Aquí no yacen
terroristas”.
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