Las
propuestas sólo conservacionistas, que quizá tenían su sentido en la primera
fase de la sociedad industrial, lo pierden crecientemente desde que entramos en
la fase de la crisis ecosocial global. Pues en la época de las
macrocontaminaciones como el exceso de gases de “efecto invernadero”, en la época
del ser humano como “fuerza geológica planetaria” (Vladimir Vernadsky), ya
no hay santuarios, ya no hay islas vírgenes: y afirmar lo contrario denota
ignorancia, autoengaño o mala fe. Por ejemplo, intentar preservar la
biodiversidad mundial mediante la creación de reservas de naturaleza silvestre
es sin duda un esfuerzo vano: sólo una transformación bastante radical de nuestros
sistemas industriales y agrícolas según pautas ecológicas podría realmente
mejorar las perspectivas de supervivencia de las demás especies animales y
vegetales. La idea de los “santuarios” o “fortalezas” pierde sentido cuando los
contaminantes químicos organoclorados se encuentran hasta en la última gota de
agua de mar y en el último gramo de grasa animal, y cuando el rápido cambio
climático antropogénico puede aniquilar ecosistemas enteros sin darles la menor
oportunidad de desplazarse ni adaptarse.[1]
[1] Constatar esto, no
obstante, no implica dar por válida la perspectiva conservacionista
antropocénica (de “Buen Antropoceno” capitalista y post-naturaleza) que han
desarrollado Peter Kareiva y sus colaboradores a partir de un famoso artículo
de 2012 (“La conservación en el Antropoceno”); pero no cabe abordar aquí ese
debate, que nos llevaría demasiado lejos…
Jorge Riechmann. Ecologismo: pasado y presente (con un par de ideas sobre el futuro). Ed. Libros de la Catarata, 2024.
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