No hay amor en la propiedad,
en los predios que delimita una alambrada,
no hay amor posible desde el patriarcado,
desde la condescendencia de clase,
desde la explotación,
desde la destrucción del planeta
desde las notarías
y los consejos de administración.
No existe el amor
entre los que determinan la barbarie.
Ni filial, ni fraternal, ni de pareja.
Es inviable, irrealizable,
imposible, impracticable.
Acaso es otra cosa,
relación de conveniencia,
voluntad comprada,
prostitución encubierta,
afectos difusos, tradiciones,
un simulacro de amor
en corazones infartados.
Porque el amor
no es un angelito juguetón
asaeteando como loco,
normalmente obeso
y estúpido más que ciego
y por tanto no es una coartada,
un determinismo, una lotería
donde curiosamente
siempre ganan los ricos,
los guapos, los poderosos,
donde siempre ganan los ganadores.
No es un don, una unción,
algo que cae del cielo
ni es nada que produzcan los astros
ni nada que se determine desde fuera,
ni es nada solo para unos pocos elegidos,
no es nada que no se pueda desarrollar
que no se pueda crear y cuidar.
El amor no es una elección,
no es nada distinto a lo que somos
o debiéramos ser en un mundo justo.
Y no es algo individual, no es algo tuyo,
o, al menos,
no es solo algo tuyo con otro ser,
no es algo solo entre tu amada y tú,
no es una isla que construyes
con tu hijo, con tu madre.
Y mucho menos es una transacción,
una mercancía,
algo que se puede medir,
que se puede regatear,
que se puede dosificar.
No puedes, por tanto, preguntar cuánto amor
ni puedes decir “Te quiero más que a fulano”
porque no puedes querer a nadie más que a nadie,
ni querer más en un momento u otro.
Porque el amor no se basa en el objeto,
no depende del quién sino del cómo,
no es una capacidad innata
sino una potencialidad
que hay que entrenar, alimentar, darle cobijo.
El amor no es solo un enamoramiento,
por otra parte, terremoto en las venas
y repóquer de ases, sino algo más allá
no tan efímero ni tan violento ni tan olímpico,
ni solo una montaña rusa,
sino que es además un Eón, un Cosmos,
y no tiene que ver con San Valentín
ni con la mentira publicitaria
ni con el consumo de golosinas,
flores o regalos
ni con la poesía amorosa triste de Internet
ni con las aceitosas palabras de autoayuda
vendidas en envases pastel y de alto precio.
El amor romántico ya no es ni siquiera Byron
sino tortolitismo y Hollywood
que las masas adormecidas consumen,
digestión de plomo,
intoxicación ad libitum,
nada que ver con la primera vista
ni con mariposas y unicornios,
que el amor no es para cerrar,
que el amor no es para defenderse,
que no es para mantener una posición.
Que no hay amor sin alteridad
e igualitarismo, sin cosmos y átomo,
sin eje de abscisas y también
de coordenadas, sin fragilidad
y especie humana, poca o mucha,
antigua o presente, sin vulnerabilidad
frente al desamor.
Que el amor no es limosna
de lo poco que rebosa,
placidez de conciencia, ni estanque,
ni deja satisfecho, ni se ejerce
desde un sillón de cuero,
ni se organiza ni se puede planificar,
ni tiene jefes ni presidentes
ni obispos ni directores,
que el amor no va de arriba abajo,
no se otorga,
que no hay jerarquías en el amor,
que el amor no deja las cosas como están.
Bernardo Santos. Profunda intención. Ed. La Imprenta, 2024
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